Demostración de poder - Privado/Pasado [Isak & Goiro]

El sol resplandecía en lo alto sin que una sola nube osase intentar taparlo. Sus rayos arrebataban fugaces destellos a las gotas de sudor de los gladiadores que, en el centro de la arena, combatían para el deleite del público. Aquello no era lo habitual, pero de vez en cuando Lancaster organizaba demostraciones como aquélla para que el furor del público no se apagase. Las jornadas del coliseo no se podían organizar de forma constante por motivos obvios, y es que los activos no dejaban de ser vidas. Ésas se pagaban caras en el mercado, haciendo que nadie, por muy poderoso que fuese, pudiese asumir varias pérdidas semanales.

Aquellos días las puertas del coliseo se abrían de forma gratuita para que quien quisiese pudiera asistir a las sesiones de entrenamientos de quienes se mataban para su deleite. Sólo era una gota más de atrocidad en un circo de por sí extremadamente macabro, así que el mink, por difícil de creer que pueda resultar, no le daba mayor importancia.

Tras meses de duelos había llegado a convertirse en el cuarto gladiador más aclamado del foro. La "Bestia", le llamaban, y es que no era demasiado habitual que un ser humanoide repleto de púas compitiese junto a tanto humano. Gozaba de gran fama a la hora de derramar sangre, pero fuera de eso continuaba siendo el ser apestado y despreciado de siempre. Él lo sabía, y se aseguraba de no dejarse llevar por la euforia que inevitablemente le invadía cuando coreaban su nombre.

En aquella ocasión le habían emparejado con Rodua, un mirmidón de reciente incorporación a la Legión de Lancaster, que estaba siendo aceptado bastante bien por la turba. El puercoespín peleaba como siempre, con la piel descubierta y dos gladius como único armamento. Ello implicaba que podía resultar tremendamente escurridizo y letal, pero convertía cualquier herida o paso en falso en su potencial final.

Rodus rugió ante él, obligando al mink a cuestionarse quién sería más bárbaro y animal de los dos. Era su oponente, eso lo tenía claro, pero aquello representaba algo que la mayoría jamás entendería. No porque no estuviese dentro de sus capacidades, todo fuera dicho, sino porque era algo que jamás se molestarían en contemplar siquiera. Era todo demasiado triste, pero hacía tiempo que había decidido que su vida merecía algo más que pan y circo. No había nacido para morir entre aquellas piedras, y no lo haría.

Isak odiaba los combates. De hecho, despreciaba toda la violencia que no poseía algún fin u objetivo concreto. Le parecía algo vacío de significado cuyo único final era entretener a unos cuantos sádicos que disfrutaban del dolor ajeno. Aún así, pocas situaciones parecían mejor para aprender a combatir que un coliseo. Era consciente de que un lugar como aquel no haría más que remover algo en su interior. Quizá acabaría apartando la mirada, o saliendo antes de que llegase el final. Aún así debía aprender algo, por duro que pudiera ser el proceso. Todavía no se manejaba bien luchando y eso le ponía en riesgo a él y a su hijastra, la cuál había dejado en casa de su familia una vez más.

Estaba claro que no podía llevarla consigo a un sitio como aquel, peligroso y plagado de riesgos. Ni siquiera sabía muy bien si resultaba una buena idea que él mismo estuviera allí. Ya era demasiado tarde para pensarlo dos veces pues se encontraba en las gradas, aguardando por el combate para dar inicio. Isak llevaba una capucha que tapaba su blanquecino cabello, al igual que una tela que cubría su boca y por ende su vello facial. Tampoco quería ser reconocido. Aunque, pensándolo bien, ¿a quién podía conocer allí? A nadie. Pero la seguridad nunca era excesiva.

Por fortuna había llegado un día de "puertas abiertas", por llamarlo de alguna forma. No había tenido que pagar ni una sola moneda, y si así fuera habría dado media vuelta. Gastar dinero no merecía la pena, no para lo que había ido. En un primer instante observó a un mink, lo cuál llamó su atención. No por una prejuiciosa idea de que fuera mal rival, si no porque en su cabeza había creído que vería a dos humanos pelear hasta la muerte. Apenas conocía nada de Turvolt y lo que ocurría allí. Era normal, ¿por qué un revolucionario acabaría acudiendo a un entretenimiento tan vulgar cómo aquel?

El oponente de aquel mink rugió de una forma que al revolucionario le disgustó en demasía, desacostumbrado al salvajismo de algunos. Pocas veces en su vida había observado un despliegue de "poder" más similar al de un animal selvático que al de una persona. No podía discernir de si se trataba de una forma de intimidación o más bien algo inconsciente, dominado por su instinto y reprimiendo la razón. Pata alguien como Isak le resultaba complejo comprender un mecanismo semejante pues él se había criado entre hortalizas y verduras. Con apenas contacto con el resto de los mares, aislado en un pueblo pequeño, lo que sí que entendía mejor era por qué su familia había decidido asentarse y no buscar otra isla en mejores condiciones. Sus padres se conformaban con poco, simples (en el buen sentido de la palabra), una simpleza que a Red Tea le había sonado familiar durante una larga época de su vida. Él aspiraba a más, desde luego.

Mantuvo silencio, con la mirada fija en los que iban a enfrentarse dentro de poco. No podía evitar sentir una punzada en el pecho, ¿hacían aquello por placer? ¿Eran obligados a combatir por sus vidas? De ser así, ¿había alguna forma de ayudarles? Su mente divagó entre numerosos pensamientos similares, procurando una respuesta que no podía llegar sin entablar contacto con los gladiadores. De todas formas no sabía si realmente deseaba hacerlo. ¿Y si al final resultaban ser bestias agresivas hechas al fragor de la batalla? ¿Qué ocurriría si lo único que deseaban era ver la sangre caer? Quizá algo de la esperanza que sentía Isak se vería destrozada por la tristeza de que llegasen a preferir una vida vacía de significado a lograr algo que pudiera llenar sus corazones.

No tardó en percatarse de que aquella forma de pensar no era más que por la distancia social que había entre ellos. Tal vez era la única escapatoria que tenían, víctimas de un cruel e irónico destino del que no podían escapar con sencillez. Él, en cambio, siempre pudo elegir sus propios deseos. En eso tuvo una suerte inimaginable, con una familia que lo apoyaría hasta el fin de sus días incluso si él ansiaba hacer algo que le ponía en riesgo. Había conocido lo que era el amor, ¿podían los gladiadores decir lo mismo?

¿Qué demonios ocurría con aquel tipo? ¿Acaso no se había enterado de que aquello no era más que una simple exhibición? Su actitud corporal y el modo en que gritaba indicaban que el mirmidón había decidido hacer de aquello algo más. Había gente que, si bien no nacía para el coliseo, se dejaba atrapar con él y se prestaba con gusto a alimentar la espiral de sangre y sufrimiento que ocultaban las paredes de piedra. Parecía que él era uno de ellos, y así lo reflejaba que esgrimiese su arma como si realmente aquel enfrentamiento tuviese que concluir con la muerte de alguno de los dos.

Colocó su escudo inmediatamente delante de su cuerpo, dejando al descubierto únicamente su piernas y su cabeza. La espada corta que portaba quedó apoyada en el orificio de uno de los laterales del escudo antes de que comenzase a aproximarse a él lentamente. Daba pasos cortos con los que poco a poco iba obligando al mink a retroceder, pegándolo a la pared y reduciendo al mínimo sus posibilidades de escapar.

No fue hasta que el puercoespín tocó la pared con sus púas que el guerrero tomó la iniciativa, lanzando un única estocada sin dejar de protegerse. Estaba claro que él tenía muchos más recursos defensivos, pero el mink poseía una movilidad mucho mayor. No se desplazó hacia un lado, movimiento que el mirmidón se había esforzado por impedir en todo momento, sino que lanzó y trazó una pirueta sobre su cabeza para caer a su espalda. En el proceso lanzó dos tajos para anular cualquier posibilidad de ataque mientras fuese vulnerable. El metal del escudo reverberó cuando los aceros chocaron.

Goiro tenía claro que los hombres de Lancaster no intervendrían, pues pocas cosas podrían fidelizar mejor a la clientela que un derramamiento de sangre en una exhibición. No contaría con ayuda a menos que la situación se tornase especialmente peligrosa, y lo cierto era que se negaba a resultar herido de gravedad en una situación tan carente de sentido como aquélla.

De nuevo con más espacio para maniobrar, se dispuso a tomar la iniciativa contra quien representaba lo peor del mundo en el que se veía obligado a vivir. Eran hombres cómo aquél, esclavos que se sentían afortunados de serlo, los que permitían que la tradición más macabra que se pudiese contemplar pudiese perpetuarse sin freno alguno. Debía dejar en evidencia que aquello era un error, y se aseguraría de que así fuese cuando al fin pudiese abandonar la herida.

Se desplazó a gran velocidad para intentar flanquear la defensa que constituía el escudo. El gladiador pivotó para interponer la redondeada pieza de artesanía entre ambos, pero fue demasiado lento y el gladius derecho del mink consiguió provocar un corte superficial en su antebrazo. La multitud que había acudido a la exhibición de forma completamente gratuita rugó de puro éxtasis. Era un mal menor que no tendría más remedio que asumir si quería demostrarla a su adversario las dimensiones de su error. Quienes comenzaban a aclamar al mirmidón no le apreciaban a él ni a lo que aportaba a la gente, simplemente querían la sangre que obligaba a derramas a los demás.