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Me encontraba en Shimotsuki supuestamente de permiso para disfrutar de un descanso pudiendo hacer lo que me apeteciera. Aproveché esa libertad de decisión para visitar la ciudad que era conocida como la capital de los mayores espadachines del mundo. Como siempre llevaba puesta mi yukata y en mi mano izquierda portaba la espada que me acompañaba desde mis inicios en la cipher pol. Mis pasos eran tranquilos y calmados y con la mirada escudriñaba el lugar para recordar el camino de vuelta al puerto para el momento de marchar de nuevo a mis labores como agente. Mientras caminaba un joven se acercó con la necia intención de cortejarme, pero le paré los pies con una mirada que lo heló y paralizó en el mismo instante. Poco después una joven me entregó una especie de panfleto que empecé a leer lo que ponía y al acabarlo su historia me había llamado la atención. Según el panfleto se celebraría una especie de festival en honor a unos espadachines que salvaron la isla hace tiempo.
Mientras leía perdí de vista el camino desde el puerto por lo que a la vuelta tendría que preguntar por el camino. Ya que ya estaba perdida pues decidí tirarlo todo por la ventana y me adentré aún más en la ciudad y vi a un grupo de adultos persiguiendo con palos a unos niños pequeños que parecían estar asustados y hambrientos. Sin dudarlo ni un instante corrí hacia los niños y sin desenvainar la espada detuve el golpe que uno lanzó hacia la única niña del grupo mientras mis ojos mostraban una frialdad abrumadora. Sin escuchar las quejas de los adultos me llevé a los niños a un banco y entré en una taberna de donde salí con comida para todos ellos. Me senté junto a ellos y miré como los adultos miraban con mala cara a los niños y a mí.
Mientras leía perdí de vista el camino desde el puerto por lo que a la vuelta tendría que preguntar por el camino. Ya que ya estaba perdida pues decidí tirarlo todo por la ventana y me adentré aún más en la ciudad y vi a un grupo de adultos persiguiendo con palos a unos niños pequeños que parecían estar asustados y hambrientos. Sin dudarlo ni un instante corrí hacia los niños y sin desenvainar la espada detuve el golpe que uno lanzó hacia la única niña del grupo mientras mis ojos mostraban una frialdad abrumadora. Sin escuchar las quejas de los adultos me llevé a los niños a un banco y entré en una taberna de donde salí con comida para todos ellos. Me senté junto a ellos y miré como los adultos miraban con mala cara a los niños y a mí.
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