Una promesa de sangre [Pasado] [Privado]

Me habían hablado de English Garden, aunque nunca me lo imaginé tan... Triste. El ambiente lleno de niebla y sus gentes estiradas que apenas prestaban atención a los demás me resultaba extraño.

Normalmente, a cada lugar que iba, todos me miraban con extrañeza, y la mayoría con miedo. Pero solo instante para bajar las miradas y no cruzarlas con la mía, como si de esa forma llamaran mi atención y quisieran evitar problemas. Se equivocaban en parte. Si quería problemas, los iba a buscar me mirasen o no. Sin embargo, allí en English Garden, la atmósfera era diferente, y no había encontrado ni a una sola persona a la que pareciera importarle mi aspecto, y aquello me hacía sentir desubicado.

Mi intención inicial era visitar la isla para encontrar a los famosos bárbaros del norte, bravos guerreros sin temor a nada que luchaban por prevalecer, o eso me habían contado. Si quería reunir una gran tripulación, allí era por donde quería empezar.

Tras recorrer varias calles y buscar distintos caminos, no sé cómo acabé en un sitio totalmente distinto. No había logrado salir de la zona de la ciudad, y estaba andando por estrechas calles con edificios tan altos que impedían el paso de la luz. Era mediodía, pero por culpa de la niebla y los callejos se formaban rincones oscuros en los que parecía ser de noche.

Más allá de mi camino, unos hombres parecían estar trapicheando mientras algún que otro gato maullaba. Los hombres lanzaban miradas nerviosas a ambos lados del callejón, y no paraban de mirarme con nerviosismo. Aquella sí que era la clase de ambiente a la que estaba acostumbrado y, por primera vez me relajé.

Por mero aburrimiento, me acerqué lentamente pero con paso firme a los hombres, quiénes salieron corriendo a la menor sospecha. No me molesté en perseguirlos; me bastaba con el hecho de hacerlos huir con mi sola presencia. Aunque el paseo por la isla había hecho que me entrara hambre, y si tenía hambre, podía ponerme malhumorado. Mi objetivo principal, que era encontrar a bravos y valientes hombres que se unieran a mí enseguida se convirtió en una búsqueda irracional de comida, mejor si era en grandes cantidades.

—¡Y también debería buscar un barco! —me dije en voz alta en un momento de lucidez.

Aquello de secuestrar barcos pesqueros para viajar de un lado a otro empezaba a cansar, y tenía que empezar a buscar mi propio barco. ¿Cómo iba a ser capitán de una temible tripulación si no tenía ni un solo barco mío?

Despertó de golpe con el corazón latiéndole como si hubiera corrido una maratón, el cuerpo entero le sudaba y un escalofrío recorría su espalda. Había tenido el mismo sueño de siempre en el que sus difuntos amigos se convertían en cadáveres hambrientos de carne humana y acababan devorándola. Soltó una maldición al aire y se dijo a sí misma que solo había sido una estúpida pesadilla; luego, estiró la mano para encontrar la botella de vino medio vacía y se la llevó a la boca para comenzar el día.

Anna vivía en una pocilga ubicada en los barrios bajos de Towerbridge. En las paredes de adobe crecía el musgo y el suelo incluso tenía hongos. Había botellas vacías desparramadas por todo el lugar y restos de comidas de hacía días. Su casa apestaba más que la tienda de un vagabundo, pero no era algo que le importase puesto que se había acostumbrado a vivir en la inmundicia. Quien una vez fue la heroína de un pueblo afligido ahora era un cascarón vacío que despertaba solo para beber y escapar de la realidad. ¿Cuál era el sentido de seguir hacia delante? Todos sus amigos habían muerto y los piratas que le habían hecho un hueco en su barco habían desaparecido para siempre. Su melancólica mirada decía que extrañaba el pasado en donde las cosas no eran solo de color gris.

Cogió el primer pantalón que vio y se lo puso, ajustó la capa para cuidarse del frío y tomó el sombrero de ala ancha para salir a la calle a golpear unos vagabundos. Su primera víctima fue el carnicero que maltrataba a su hija mayor. Era un bruto de dos metros con más grasa que músculo, pero era imponente y daba mucho miedo. Todo el vecindario sabía lo violento que era con las mujeres, aunque nadie hacía nada para revertir la situación, nadie salvo Anna. Sin embargo, la antigua inquisidora no lo hacía para ayudar a las pobres mujeres, sino para desquitarse con alguien. ¿Y quién mejor que un saco de mierda que no tenía ningún valor? Luego de romperle todos los dedos de una mano continuó su camino hasta la taberna más cercana.

Cuando entró a la cantina todos guardaron silencio y comenzaron a ponerse nerviosos, pero Anna no les prestó atención. Tomó asiento en la mesa más apartada y llamó a la mesera para que le llevase la botella de vino más barata que tenía. Tenía un sabor de mierda, pero servía para emborracharse y sentirse mejor. Buscó entre sus bolsillos el último cigarro que le quedaba y lo encendió. En los barrios bajos nadie se iba a enfadar por fumar en un recinto cerrado, y mucho menos alguien quería molestar a Anna. Al final, la mesera le llevó la botella a regañadientes, sabiendo que ni siquiera recibiría propina por sus servicios, y eso que se estaba exponiendo a una paliza pues la infame inquisidora no diferenciaba entre niños, ancianos, mujeres y hombres: cualquiera que le molestase sería víctima de su agresividad.

—Qué puta vida de mierda —gruñó y luego le dio un muy largo sorbo a la botella.

Estaba en tierra desconocida, y no tenía ni la menor idea sobre dónde podía encontrar comida. Decidí guiarme por mi instinto, también conocido como olfato, y comencé a buscar algún sitio apropiado. Lo que no sabía es que todos y cada uno de los locales apestaban como las heces de una vaca enferma de peste.

El tiempo transcurría, y tras olfatear a través de las maltrechas ventanas de todos los lugares que parecían proveer comida, logré decantarme por uno en el que, junto el olor a mierda, había un fuerte olor a alcohol. Con un poco de suerte la bebida serviría para pasar la comida.

El local podía parecer grande para un humano, pero mi cabeza tocaba el techo y estaba muy mal iluminado. Los clientes, si es que podían llamarse así, estaban extrañamente callados, casi nerviosos. Tampoco me sorprendió; la gente solía actuar así en mi presencia, y no le di más importancia.

Logré encontrar asiento apartando unos taburetes de la barra y sentándome en el suelo con las piernas cruzadas. Me vi obligado a plegar las alas, y aunque por dentro me estaba quejando de las malas condiciones del lugar, estaba seguro de que no iba a encontrar algo mucho mejor. En los Blues no acostumbraban a tratar con gente «diferente», y mucho menos a pensar en ellos a la hora de construir. No sabía muy bien cómo sentirme respecto a aquello. Por un lado odiaba esa situación, pero por el otro tenía mucha hambre y, si montaba un alboroto, podía tardar en encontrar otro sitio para comer.

Finalmente el hambre venció; podía buscar camorra más tarde.

—Sírveme lo que tengas en el fuego —le dije a la mujer encargada del local—. Y alcohol. Quiero mucho de todo.

El sitio daba lástima, pero lástima de la mala. Las mesas no combinaban con las sillas y taburetes, los cristales de las ventanas estaban rotos, el suelo crujía con el más mínimo movimiento y toda la clientela tenía un aspecto más cercano a un vagabundo callejero que al de una persona promedio. Y pensar que de todos los sitios posibles, había acabado ahí. Empezaba a estar de mal humor, y no creía que la comida pudiese calmarme por completo.

Entonces una mujer habló, y no fui capaz de evitar responderle.

—Eso te pasa por pasarte el día bebiendo, borracha —le dije con tono brusco.

Todo el mundo en Mudleaf sabía que era mala idea meterse con Anna Bloodfallen, la borracha del pueblo. Era una mujer que no tenía amigos ni trabajo, pero se pasaba bebiendo todo el día y siempre conseguía una moneda para convertir en vino o cerveza. Nadie sabía nada de ella. Un día simplemente apareció y comenzó a causar problemas, aunque también ayudaba de manera indirecta a los que estaban más abajo en la cadena alimenticia de Mudleaf. Por lo mismo se le consideraba impredecible y caótica, una mujer indiferente a la que ni siquiera le importó la caída de la Reina Bruja y el ascenso del nuevo gobierno de English Garden. Bueno, ¿por qué a los pobres les iban a interesar esas cosas? Al final del día tenían las mismas preocupaciones de siempre: comer y poder pasar el frío.

Lamentablemente, no todo el mundo estaba al tanto de lo peligrosa que podía llegar a ser Anna si te metías con ella. Y un buen ejemplo fue el gigantesco hombre que había entrado en la taberna hacía pocos minutos. La antigua inquisidora volteó la mirada hacia él para encontrarse a un hombre de piel morena y mirada intimidante. Un ser humano mínimamente prudente querría tenerlo lejos y evitar cualquier clase de problema con él, pero Anna era diferente a los demás. Había visto y luchado contra monstruos sacados de las peores pesadillas, criaturas aterradoras que los demás solo podían imaginar que existían, aberraciones que se alimentaban de carne humana. Tomando ese punto de comparación, el forastero daba tanto miedo como un bebé con una pistola de agua.

—¿Tienes un problema con eso, monstruo de mierda? —le respondió, levantándose de la silla para encarar al forastero. En ese minuto, muchos clientes decidieron abandonar la taberna porque sabían lo que sucedería a continuación.

La borracha del pueblo era ni más ni menos que una asesina cualificada para toda clase de trabajos, y sabía cómo esconder armas para que estas pasaran desapercibidas. Un buen ejemplo eran las seis dagas que escondía bajo la destartalada túnica. Bastaría un movimiento sutil para empuñarlas y rebanarle el cuello a ese monstruo de más de cinco metros. Anna podía sentir que el forastero era más fuerte que el promedio de Mudleaf, pero iba a necesitar mucho más si quería vencer a la inquisidora. Como recién había comenzado el día le daría una oportunidad para tomar sus cosas y marcharse de la taberna, pero no se lo diría: quería que se diera cuenta él solito del problema en el que se había metido.

—¿Un problema? No tenía ningún problema... hasta ahora.

La clientela, hombres habituales que pasaban sus días tomando unos tragos para ahogar las penas, comenzó a salir del local. Por lo visto habían intuido lo que iba a ocurrir y no querían tener nada que ver. «Cobardes de mierda» pensé mientras salían despavoridos. Por su parte, la tabernera se quedó a medio camino entre la barra y el conflicto: no sabía si intentar impedir una pelea dentro de su local o salir corriendo antes de convertirse en un daño colateral. Le lancé una mirada y con un gesto de la mano la detuve antes de que tomase una decisión.

—Saca el alcohol más fuerte que tengas —ordené a la mujer—. Nos va a hacer falta. ¿Y dónde está la comida? ¡Estoy esperando! —la mujer salió corriendo, aunque no me quedó claro si iba hacia la cocina o había decidido huir. Tampoco me importaba.

La borracha era una mujer impetuosa, y aunque eso lo respetaba, no iba a dejar que me pisara, y mucho menos que se fuera de rositas tras haberme llamado «monstruo de mierda». Sin embargo, no estaba cómodo en un lugar tan bajo como aquel, y la presencia de tantas jarras de cerveza me había dado antojo.

—Si tan valiente eres para plantar cara a alguien mucho más grande que tú, te daré una oportunidad —le dije. Me gustaba pelear, pero también me gustaba divertirme a costa de los demás—. Si logras derribarme en una competición de beber alcohol, te dejaré hacer conmigo lo que quieras.

¿Que si estaba confiado en mis posibilidades? Totalmente. Nunca había sido capaz de caer rendido por la bebida, y esta no iba a ser la primera vez.

—Parece que te gusta beber —le dije tras percibir el fétido aliento de su boca que apestaba a alcohol—. ¿Vas a probar suerte?

Aún así, volví a sujetar con firmeza mi kanabo que había dejado en el suelo, por el mango, y coloqué en posición vertical dando a entender que si lo que ella pretendía buscar era pelea, se la daría sin problema. Pero quería comer y beber. Todos los hombres tienen necesidades básicas, y en esta ocasión el alimento y la bebida prevalecían, aunque por muy poco. «No sé qué va a salir de aquí» pensé mientras escrutaba a la mujer con la mirada. Fiera e impulsiva, seguramente a causa del alcohol, vestía ropas sucias y raídas, y realmente me daba más pena que miedo. ¿Qué pretendía aquella mujer al buscar pelea contra alguien como yo?