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Claude von Appetit
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Inmortal Cock Rising Empty Inmortal Cock Rising {Sáb 26 Ago 2023 - 7:57}

Despertó agitado en medio de la oscuridad una noche tranquila. El mar mecía suavemente el barco y las olas lo arrullaban al chocar contra el casco, pero de alguna forma eso no lograba calmarlo. Había estrellas en medio del negror infinito de su pequeño camarote -Illje se había quedado el bueno-. Las que veía a su izquierda pertenecían a la coneja, tan brillantes y caóticas, mientras que otras tantas estaban en los cuartos bajo cubierta donde Helado e Ichigo descansaban. Pero también había algunas que no reconocía, de un color ocre, casi rojizo, moviéndose entre las tinieblas.

Se vistió tan raudo como pudo y lo justo para moverse cómodo, cinchando el cinturón alrededor de un vaquero desgastado sin preocuparse lo más mínimo de cubrir su torso. Aunque sentía algo de miedo trató de autoengañarse, diciéndose que llevaba toda la vida entrenando para ese momento, ansiando que llegara el día en que podría usar sus impresionantes habilidades para salvar a su tripulación. Confiaba en ellos, claro que sí, pero hasta la más absoluta de las fes tenía sus límites y por muy fuertes que fuesen, dormidos estaban indefensos. Haberse quedado esperando en la tranquilidad de su alcoba a que alguno de sus subcapitanes le trajese la cabeza de los asaltantes habría sido irresponsable, entre muchas otras cosas.

Abrió la puerta muy despacio, tratando de no hacer ruido, solo para ver que dos hombres caminaban cuidadosamente por la cubierta. Reconocía esos zapatos; también esas corbatas. Llevaban chaquetas de traje y se movían en absoluto silencio con una ligereza que solo era posible entre la élite. No eran simples sicarios, pero esperaba que su plan se hubiese ido al traste una vez supieran que no podían andar por su barco con total impunidad. Habían abordado el Fancy Rooster, buque insignia de los Fancy Cock Pirates y el único navío que aún no se había dejado olvidado por ahí.

Sonrió. Poco a poco el mundo dejó de ser tan oscuro. Claude von Appetit iluminaba el mundo con su presencia y sin ningún tipo de recato comenzó a caminar por la cubierta de su barco. Podía sentir el frío de la madera en sus pies, también la brisa contra el pecho. Ambos hombres se giraron hacia él, pero tan solo consiguieron que frunciese el ceño en una mirada de desaprobación.

- Sé por qué estáis aquí -dijo llanamente. Ninguno de los hombres era especialmente alto, y aunque él tampoco, la visión del Basilisco de Thesalia resultaba imponente para la mayoría de personas-. Vosotros también queréis uniros a mi tripulación, ¿verdad? Estas no son horas de presentar vuestra solicitud, ni asaltar mi barco en mitad de la noche las maneras.

Los dos hombres se miraron, petrificados. Lo habían hecho todo bien, ¿cómo demonios los habían atrapado en mitad de la noche? Claude no podía siquiera entender cómo habían hecho para llegar hasta ahí sin que los detectasen antes. El barco estaba en mitad de ninguna parte camino a quién sabía dónde. Si habían subido durante su parada por Kyuuka debían llevar días en la despensa, pero la escotilla de la bodega estaba cerrada a cal y canto; solo él tenía la llave.

Al cabo de unos segundo torcieron la vista hacia él, no confiados pero algo más seguros. Uno de ellos incluso se atrevió a dar un paso en su dirección; el otro permanecía peligrosamente cerca del castillo de popa que Illje se había apropiado.

- Más vale que habléis si no queréis que os tire por la borda, grumetes -ordenó, cruzándose de brazos-. ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? ¡Hablad!

Esperaba que uno de los dos se abalanzase sobre él. Tenía hasta una frase ingeniosa pensada para ese momento, pero en su lugar sacó un den den mushi de la manga. Literalmente remangó un poco la chaqueta para dejar ver una pequeña babosa sobre su muñeca.

- Suceso accidental CVA-14. Repito, CVA-14.

Tardó demasiado en entender el código. Una potente luz comenzó a brillar en su dirección, cegándolo por un momento. Entonces el agente comenzó a moverse, y de no haber activado a tiempo su Habuso el dedo hubiera penetrado bien cerca del corazón. En su lugar hizo uso de sus reflejos para agarrarle la mano y, sin dudarlo, desenvainó el cuchillo para apuñalarle el estómago. La punta pareció atascarse por un instante, pero la sonrisa del gallo se ensanchó. El Tekkai no era nada contra su destreza en la cocina; Claude había perfeccionado el arte de deshuesar todo tipo de carnes y acceder a cada clase de tuétano existente. Con un suave movimiento de muñeca el filo comenzó a penetrar delicadamente hasta hundir sus casi treinta centímetros en el agente, que perdió la concentración mientras el aire se escapaba en un gañido agónico.

- Adiós.

No dejó que saliese limpiamente, sino que lo retorció primero y con todas sus fuerzas ascendió hasta que notó el ronqueo del esternón. Retiró el arma dando un último empujón al intruso, que cayó muerto.

- ¿Qué...? ¿Por qué has hecho eso? -preguntó el otro.

Claude dio unos pasos hacia delante para alejarse del centro de la luz. Era tan potente que toda la cubierta estaba iluminada, casi blanquecina, y provenía de un foco en el palo mayor de un buque de guerra con la bandera del Gobierno Mundial.

Suspiró. Claro que no se habían colado en una isla; los habían seguido. Sabía que ese momento podía llegar en cualquier instante pero había preferido vivir ignorándolo. Ni siquiera tenían cañones en el barco, era una suerte que no se hubiesen visto inmersos en una batalla naval aún.

- No lo sé -respondió, encogiéndose de hombros-. Para poner a prueba el desafío que sería matarte a ti, supongo. O cuánto me costaría hundir ese barco sin despertar a mi tripulación.

Siguió avanzando hacia él, que cambió de pronto su actitud. Había muy poca gente que consideraba al Basilisco de Thesalia peligroso, apenas unos cuantos de sus compañeros vivos de una época ya lejana. Para muchos, sin embargo, solo era un viajero excéntrico que suponía una escasa amenaza incluso en las circunstancias más favorecedoras. Y no era que estuviesen del todo equivocados, aunque no por los motivos que creían. Él no rehuía las batallas por miedo, sino porque buscaba un oponente digno; no luchaba sino con un cuchillo de cocina porque hacerlo con su espada resultaría demasiado fácil. Además, nunca enseñaba su arma a alguien a quien no estuviese dispuesto a matar.

- Supongo que te hemos subestimado. -Hacía gala de una seguridad impropia, como si no quedase en esos ojos angustiados más que una sombra de miedo. Claude no pudo evitar alegrarse. El agente también elegía en qué realidad vivía.

- Aléjate de esa puerta -ordenó. El agente se puso en guardia, esperando un movimiento precipitado por su parte-. Si la tocas estás muerto.

No estaba acostumbrado a ser él quien profiriese semejantes amenazas, sino que tenía por costumbre ignorarlas como si no fuesen con él. De hecho, pocas veces iban realmente con él, aunque a él se las dijesen. El agente no parecía querer agitar el avispero, por lo que se mantuvo estático, pero Claude sabía que el verdadero problema seguía sin ser él. En pesaroso silencio, seguramente custodiado por no menos de cincuenta legionarios y unos pocos más agentes, el buque se mantenía a la espera. Sabía que una señal del agente podía hacer que disparasen, hundiendo el barco. No era como si llevasen grandes riquezas más allá de los aguacates de la despensa y azafrán, pero era su hogar. Además, con lo profundo que tenían el sueño sus subcapitanes no tenía del todo claro que fuesen a despertarse antes de caer al agua y empezar a ahogarse.

- Supongo que no queda más remedio -admitió.

Limpió su cuchillo con delicadeza usando la camisa del agente muerto y lo guardó. Bajo la atenta mirada de su compañero desbloqueó la empuñadura de Pluma, sin dejar que el enemigo pudiese predecir sus intenciones. Sabía que era más fuerte que el otro, quizá incluso usuario. Pero no más fuerte que él; muy poca gente lo era, y todos estaban en el Nuevo Mundo desde hacía una eternidad. Se concentró en su objetivo sintiendo la empuñadura con la yema de cada dedo, apenas rozando el mango con la palma de su mano. Delicadamente, como quien acaricia a un amante, sintió cada parte mínimamente desgastada, cada mínima imperfección. Había recorrido aquel cuerpo tantas veces que podría reconocerlo entre cientos de espadas.

Viró hacia el barco enemigo rápidamente. Dio un salto tan potente como pudo y, antes de que hubiese vuelto al suelo, algo hizo clic. Luego un estruendo pernicioso se apoderó de la madera, que crujió toda a la vez mientras el barco se partía, aunque sin llegar a separarse. Su técnica de iai más poderosa quizá no fuese lo bastante fuerte como para quebrar el calcetín, pero bastaba para partir el cuerpo de madera que había sobre la línea de flotación y la propia energía desbordada haría el resto.

La tensión a la que el cuerpo superior del buque sometía al resto de elementos se liberó de golpe. Los castillos se hundieron, los palos cayeron y, a pesar de que el casco exterior parecía intacto, la nave comenzó a zozobrar. Cuando se volvió hacia el agente su gesto estaba sencillamente torcido; Claude lo miró con suficiencia.

- Puedes irte en uno de mis botes. Incluso te dejaré llevarte a tu amiguito.

Tardó un rato en contestar, pero terminó aceptando. Le dio unas cuantas latas de conservas para que pudiese llegar a puerto, o al menos tuviese opción a ser rescatado de alguna forma. Incluso le dio un beso de buenas noches en la frente, lo cual no se tomó especialmente bien pero, dadas las circunstancias, optó por aceptar.

- Eres un monstruo -le espetó.

- Al menos no mato a nadie mientras duerme -contestó con cierta condescendencia-. Pero asegúrate mientras te interrogan de recordarles que has vivido para ver mi espada. No muchos sobreviven a un corte tan feo.

Antes de que pudiese preguntar qué había dicho su pecho ya sangraba profusamente. Claude soltó la muñequilla de la grúa y el bote se precipitó al vacío. Él levó el ancla para acto seguido extender las velas, sacando una mopa para limpiar la sangre en cuanto el barco estuvo estable en la dirección que marcaba el log pose. Para cuando terminó de limpiar ya estaba amaneciendo, por lo que entró a la cocina a preparar el desayuno.

Helado, curiosamente, fue el primero en despertar ese día. Entró por la cocina como un fantasma, con los ojos entrecerrados en completo silencio, rascándose la baja espalda y robando una galleta recién horneada. Ichigo llegó un poco más tarde con su carácter hiperactivo, quedándose a hacerle compañía e intentando echar una mano. Tuvo que echarlo amablemente dándole un plato entero de galletas y diciéndole, a sabiendas de que se encaramaría a cualquier sitio al que Helado no llegase, que compartiese con él.

- Son como niños, ¿verdad? -preguntó Illje a su espalda cuando entró. Le gustaba tomar una taza de té mal hecho antes de desayunar. Aunque ella lo llamaba “té de Illje”, y a esas alturas prefería no explicárselo de nuevo.

- Ojalá se portasen la mitad de bien que dos niños -contestó-. A veces parece que solo estén aquí por la comida.

- Ah, ¿es que hay algo más?

Soltó una risita antes de dar un sorbo a su té. Luego se sentó encima de un saco de patatas a pesar de haber una banqueta justo al lado, pero así era Illje: Caótica. En realidad él no debería quejarse por ello, era la razón principal por la que la había nombrado subcapitana. Se equilibraban, hasta cierto punto, poniendo caos en el caos del otro y algo de caos en el caos del otro. O algo así. De hecho, dado que Illje solo era meticulosa en su taller y Claude en su cocina más bien era todo lo contrario, ¿pero a quién le importaba eso? A ellos no.

- También hay un buen seguro médico.

Le gustaba la risa de Illje. Con el tiempo la coneja había aceptado que nunca estaría con él y él que ella estaba totalmente conforme con esa situación, aunque ella claramente mentía. Sin embargo disfrutaba de su compañía, de su humor atolondrado por las mañanas y de pequeños detalles demasiado cursis como para siquiera pensar en ellos. Aunque nunca antes se había parado a pensar en esas cosas.

- ¿Alguna vez piensas en cuando todo esto termine? -acabó por preguntar, tal vez más preocupado de lo que estaba dispuesto a admitir que estaba.

- ¿Te refieres a cuando irremediablemente nos atrape la justicia y todos nuestros crímenes sean puestos frente a nosotros para medir en una balanza el indecente daño que hemos hecho a la sociedad?

- Por ejemplo. -Dio la vuelta a una tortita-. Aunque también podríamos cumplir con nuestras metas; ¿qué pasaría entonces?

- Esa -apoyó la barbilla sobre su hombro, pegándole la cara contra su mejilla- es una pregunta que responderán los Claude e Illje del futuro. De momento, tenemos que seguir con nuestros crímenes.

Una mano demasiado rauda robó una de las tortitas e Illje se fue canturreando de la cocina. Él suspiró y siguió cocinando, preocupado en sus pensamientos.

Durante el desayuno Claude estuvo más callado que de costumbre. Acaparó la conversación muchas menos veces y no interrumpió a ninguno de sus compañeros. Era muy amable por su parte fingir que no se daban cuenta, aunque no podía evitar sentir de vez en cuando la mirada preocupada de alguno de ellos, especialmente cada vez que la conversación descarrilaba hacia él y daba una respuesta mucho menos ingeniosa de lo que le habría gustado. Aunque intentaba ignorarlo lo que acababa de suceder seguía martilleando en su cabeza.

- Ya, suele suceder cuando le acercas un mechero a la cara.

Una pequeña risita, una maldición lánguida de helado y la conversación volvió. El desayuno estaba bueno, pero era como si no pudiese disfrutarlo. Las tortitas eran de pronto demasiado esponjosas, las galletas demasiado crujientes y el bacon demasiado delicioso. Todo le había salido demasiado bien; siempre le salía demasiado bien.

- ¿Creéis que algún día se nos agotará la suerte? -preguntó, finalmente.

El silencio se apoderó momentáneamente de la mesa, aunque Illje fue la primera en romperlo con una risotada:

- ¡La suerte no existe! Sencillamente somos los mejores.

- ¿Y cuando dejemos de serlo?

Illje buscó la complicidad de Helado, que le devolvió la mirada para muy pronto perderse en el vacío. Illje chasqueó los dedos varias veces delante de él, tratando de despertarlo.

- ¿Eh? ¿Qué? -preguntó alterado-. ¡No estaba dormido! O sí. Quiero galletas. -Illje lo miró con severidad, ante lo que él alzó una delante de Claude-. Las mejores galletas.

- Lo que quiere decir -interrumpió Ichigo, que parecía no estar enterándose de nada pero llevaba mucho tiempo en silencio- es que tus galletas están muy buenas.

- Gracias, supongo.

- Claude... -Illje no solía hacer grandes acercamientos físicos, pero se colocó a su lado y le posó la mano en el hombro, como una enamorada a su amante o un entrenador deportivo al jugador estrella del que estaba secretamente enamorado-. No necesitamos ser los mejores, solo que no nos olvides. Total, ya no queda mucho.

Claude parpadeó un par de veces. Volvió en sí sobre un suelo húmedo en un cuartucho tan pequeño que apenas podía estirarse del todo. La puerta estaba cerrada por dentro, como hacía siempre, a pesar de que el aroma a putrefacción inundaba cualquier espacio en cuanto dejaba de correr el aire. Sin embargo morir asfixiado en sus propios estertores parecía un final más deseable que lo que podría suceder si un día se olvidaba de sellar su refugio a cal y canto. En cualquier caso daba igual, muy pronto todo terminaría.

Se levantó sin limpiarse las legañas. Tenía las manos mugrientas, salpicadas de tierra aún húmeda, por lo que prefería no acercarlas a sus ojos. Su rostro tampoco estaba mucho mejor: Una densa, irregular y deslustrada barba llena de barro y sangre cubría lo que solía ser su rostro. Había perdido lo desafiante de su mirada a medida que el hambre hacía mella en él, y unas costillas que empezaban a resultar demasiado visibles hacían de su imponente torso un triste vestigio de lo que alguna vez había sido.

Llevaba cuatro meses en algún lugar, quién sabe dónde, una especie de prisión subterránea. Parecía un pantano ponzoñoso, habitado por erráticas bestias aberrantes y otros presos que eran sin lugar a dudas el verdadero peligro: criminales execrables, asesinos miserables que apostaban por devorar a los recién llegados antes de arriesgarse a comer alguna de esas mórbidas criaturas. “Estás limpio todavía”, le habían dicho. “Tu sangre aún no está emponzoñada”. Otros habían tenido menos suerte que él, aunque empezaba a agotársele. Había escuchado decir que sin caer en ese extraño ritual, sin beber sangre de los nuevos prisioneros y devorar su carne -muchas veces cruda-, los residentes del lugar apenas duraban tres meses.

- Tres meses -repitió en voz alta, cogiendo un largo hueso de bestia que había convertido en su lanza personal-. Eso durarán los demás.

Para ser sinceros, no se podía decir que ese tiempo fuese estrictamente vida. Al principio había tratado de luchar contra la prisión y utilizar sus exiguos conocimientos de química -apenas los que tenía de sus libros de cocina- para conseguir agua limpia, filtrar algo de la suciedad al ambiente… Había fracasado. Ni siquiera podía hablar con ningún otro recluso, pues los más veteranos habían perdido ya la cabeza y tratar de salvar a cada nuevo podía ser un arma de doble filo. Nadie que acababa en ese lugar era un santo, y aunque podría ganar un aliado temporal más pronto que tarde todos sucumbían a la locura del rito. Pero él no. Probar la sangre en ese lugar significaría asumir que jamás saldría de allí.

Reprimió las ganas de rascarse el cuello. Cubría su cuerpo de lodo cada día -si es que realmente era un día lo que pasaba entre que se despertaba y volvía a abrir los ojos- para evitar las picaduras de mosquito, pero siempre terminaban encontrando un hueco. Todavía no había enfermado, pero sabía que otros habían muerto por ellos. No iba a jugársela más de lo necesario.

Se relamió los labios, secos y cuarteados, y salió al exterior. Ya ni siquiera se horrorizaba al dejar su celda, aunque la visión seguía siendo repugnante: Había animales monstruosos salpicados por los cenagales, en cada porción de tierra que no quedaba sumergida en aquella masa verdecina que llamaban agua. Lo peor de todo era el color, casi sin ninguna duda. A la putrefacción podía acostumbrarse, e incluso a que cada criatura que cazaba supiese a barro. Pero todo era verde. Ni siquiera verde vivo, sino un verde lechoso como el musgo que se extendía por los alerces o el pus macilento de una herida infectada. Las criaturas que habitaban el lugar tenían escamas de hongos que cubrían parte de su piel, como un micelio que se extendía por su cuerpo hasta terminar penetrando en ellos, e incluso las personas tenían ese color verduzco, si es que se les podía llamar personas.

Los días -o el tiempo que pasaba despierto- hacía tiempo que habían empezado a ser iguales. A veces mataba, otras cazaba, pero cuando cerraba la puerta no recordaba qué había hecho exactamente. Lo único que recordaba era a unos extraños hombres de traje que aparecían por las celdas; también unas puertas de acero que había visto un día, aunque no recordaba dónde, pero no eran verdes.

Las había visto en uno de sus primeros días, cuando todavía se molestaba en explorar buscando una salida. No se había atrevido a atravesarlas, desconfiando de qué habría al otro lado y temiendo que le esperase un destino peor. Y, ahora que sabía que no podía haber un destino peor más allá, tampoco recordaba cómo encontrarlas. Había días que ni siquiera recordaba cómo regresar a su celda y terminaba refugiándose en la primera que encontraba, vacía o no.

Aunque, si no lo estaba, la vaciaba él mismo.

A veces trataba de hablar, pero se le formaba un nudo en la garganta. De su boca salía poco más que un gruñido o un suspiro ahogado, y pocas veces, las que menos, alguna que otra palabra mal articulada. Cada noche, deseando que aquello fuese una pesadilla, se deseaba dulces sueños. Siempre los tenía, hasta que al borde del despertar la realidad los hacía añicos.

Las bestias eran seres terribles. Torpes, quizá, pero formidables. Había visto gente morir en sus zarpas y él mismo había llegado a temer por su vida en alguna ocasión. De no ser por su Habuso ya habría sufrido algún que otro zarpazo y quizá las coces que había encajado -más de las que quería admitir- habrían provocado algo más grave que un simple moretón. Aunque cada vez iba encajando menos, eso era cierto, también sufría más por ellas. Sus fuerzas flaqueaban por momentos; en algún momento no serían suficientes para evitar una herida que, si no conseguía matarlo, abriría paso a la infección.

Quizá por todo eso cerró la celda al salir, consciente de que jamás volvería. Había pasado mucho tiempo esperando a la muerte fingiendo que se salvaría por pura suerte cuando él mismo se lo había dicho a Illje muchas veces: La suerte había que buscarla. Iba a encontrar esa puerta o morir en el intento. Quizá incluso muriese más allá del umbral, pero si aquello sucedía tendría una gran historia que contar a sus nietos.

Curiosamente, dejar de esperar significó esperar un poco más. Cubierto en barro se tumbó tras unas matas de rala maleza a la espera de que uno de los hombres trajeados apareciesen. Llevaban zapatos caros y un conjunto elegante, así como una máscara que les cubría tanto la nariz como la boca: Un respirador. Tuvo que estar tirado ahí durante horas, agazapado, pero uno terminó pasando por delante y llamó a una celda. A veces hacían eso, aún no sabía por qué.

Comenzó a caminar detrás de él hasta que lo tuvo a poca distancia, y aventó la lanza con violencia. Esta atravesó su cráneo haciéndolo caer de rodillas para luego acabar en el suelo, muerto. Una vez pensado en frío se dio cuenta de que podría haberlo seguido hasta la puerta metálica, pero en su lugar se enjuagó el barro con su sangre fresca, limpiándose la cara con la chaqueta. Le arrebató la máscara de la cara y se la puso él, cayendo en la cuenta de que podría haberle quitado la ropa también en lugar de ensuciarla de esa forma, pero prefirió no darle importancia; llevaba mucho tiempo ahí, no había tenido tiempo de planear las cosas bien. Tampoco importaba, ya que si bien las huellas tardaban poco en desaparecer en ese lugar, aún marcaban el camino que había seguido el trajeado.

Registró el cadáver en busca de algo más. Un código, una contraseña o un identificador, lo que fuera. Encontró una agenda arrugada y una pequeña navaja que se guardó; también una manzana.

Lloró mientras la devoraba. Tal fue su ansia que al principio olvidó que tenía la máscara puesta, y esta soltó algo de jugo contra ella. La comió a dentelladas inclementes y al terminar relamió los restos del filtro antes de ponérselo de nuevo. Había olvidado el sabor de la fruta; ¿cuántas más cosas habría olvidado desde que estaba ahí? Le dio miedo descubrirlo, pero con algo más de optimismo se atrevió a preguntarse si habría una segunda primera vez para descubrir sus platos favoritos. Aunque antes de nada debía salir de ahí.

El rastro era difícil de seguir y él no era en absoluto un buen rastreador, pero a cuentagotas iba encontrando algún que otro trajeado que le ayudaba a centrarse más en la ruta. Finalmente terminó por encontrar la puerta, que ni siquiera estaba cerrada, aunque el recibidor al que llevaba no era en absoluto esperanzador: una puerta cerrada a cal y canto a su izquierda, un portón a su derecha con alguna clase de identificación y ante él unas escaleras que descendían. Entonces, notó una presencia perturbadora a su espalda.

- La opción lógica es el ascensor -dijo con voz queda-. Pero en eso ya pensamos.

Claude se dio la vuelta. Bloqueando el regreso al pantano, un hombre bajito de traje lo observaba con indiferencia. Tenía barba de chivo y la piel grisácea, con ojos saltones no demasiado joviales. El traje le quedaba algo grande, y trataba de cubrir su incipiente calva con una cortinilla hacia la nuca.

- Qui… Gui… -No fue capaz.

- Abajo se encuentran los infiernos del hambre -dijo, ignorando sus esfuerzos por hablar-. Hay comida y agua limpia; es un lugar mucho más agradable que este.

Había truco. Tenía que haber truco.

- Baje, por favor.

Claude se mantuvo firme.

- He dicho que baje -repitió, sacando una pistola del interior de la chaqueta-. No le he disparado por pura cortesía, señor Appetit. Pero esta puede acabar muy pronto. Baje y coma, disfrute. Insisto.

Quizá no lo dijo con esas palabras, pero para Claude fueron lo bastante convincentes. O quizá lo fue el disparo al techo cuando pensó en acuchillarle el cuello. O el empujón que le dio aprovechando su sorpresa.

- ¡Mucha suerte, señor Appetit! -se despidió.

Cayó durante un largo rato, rodando sin control primero por un tramo recto y más tarde por una empinada escalera de caracol, chocando contra escalones y paredes hasta que llegó al final completamente mareado y lleno de magulladuras. Trató de levantarse, pero trastabilló y cayó de nuevo. Cuando el mundo volvió a estar en su sitio lo intentó de nuevo, con algo más de éxito, aunque no pudo contener una arcada y devolvió.

El pasillo era oscuro, más de lo que había imaginado. Se iba haciendo estrecho a medida que avanzaba, como un serpentino descenso al averno, más oscuro a cada paso que daba hasta que no podía ver nada. Entonces, una hilera de potentes luces se encendió a cada lado de él, revelando que los muros eran también extremadamente bajos, y un portón cayó a su espalda.

- ¡Bienvenido a los infiernos del hambre! -gritó una voz por megafonía. Claude se revolvió, buscando una salida que no estaba allí-. ¡Al otro lado de estas puertas espera un destino de gloria imperecedera… O el más amargo olvido! ¡Una persona, uno solo de los habitantes del infierno, podrá abandonar este lugar cuando sea el único con vida!

- ¿Cu...? -No fue capaz de continuar, aunque esa vez al menos no se atragantó.

- Hay armas y víveres a tu disposición en el centro de la estancia, pero muchos participantes están interesados en ellas. ¡Te deseamos mucha suerte, Claude von Appetit! ¡Estás a solo nueve pasos de la libertad!

Un ruido tremendo. Frente a él, la losa comenzó a ascender. La luz ya no era molesta, y desde el infierno del hambre comenzó a entrar aire fresco que pronto limpió aquella atmósfera enrarecida. Casi sintió su pecho elevarse con la primera bocanada, aunque al exhalar cayó al suelo de rodillas, casi extasiado. Una manzana y aire limpio; nunca creyó que fuese a echar algo tan básico de menos.

Gateó brevemente hasta que fue capaz de ponerse en pie, adentrándose en algo que no creyó posible que existiera bajo un gigantesco pantano -si bien tenía claro desde el principio que no se trataba de un pantano normal-. Ante él había una especie de glaciar enorme, aunque podía llegar a ver la pared blanca que marcaba su final. Junto a él había un pantano, aunque bastante menos amenazador que el de arriba, y a su izquierda una suerte de desierto con sus dunas.

No tuvo mucho tiempo de maravillarse por aquello. Antes de poder asimilar todo lo que veía su Hamon le advirtió de que algo iba mal, y una sombra lo empujó contra el muro a su espalda. Antes de levantarse había dos manos alrededor de su cuello, que apretaban más y más. No sabía si pretendía asfixiarlo o hacer que su cabeza saltase por los aires, pero activó su Habuso. Estaba débil y no le daría mucho tiempo, pero mientras se resistía con una mano al agarre con la otra rebuscaba en su bolsillo. ¡Eureka! Trató de mantener la calma durante unos segundos, parpadeando repetidamente mientras intentaba enfocar a la persona que intentaba matarlo.

Abrió la navaja de golpe y se la clavó entre las costillas, donde debía estar su estómago. Rugió de dolor y aflojó su agarre, lo que Claude aprovechó para zafarse y rodar hasta que estuvo a una mínima distancia.

Se levantó, esa vez prestando toda su atención al atacante… O a la atacante, más bien. Una camisa raída y ensangrentada ocultaba su escaso busto, aunque Claude trató de fijarse más en la escasa grasa que rebosaba por encima de su cadera. No había demasiada, pero desde luego no pasaba hambre. Era cierto que había comida.

Movido por una mezcla entre instinto de supervivencia y rabia contenida se lanzó al ataque con su pequeña navaja de pelar fruta. Utilizó su propio peso corporal para estampar a la mujer contra la pared y cayeron ambos al suelo, ella herida y él debilitado por semanas de hambre. No dejaron de rodar de un lado a otro mientras el gallo apuñalaba su espalda cada vez que podía, tratando de cercenar una vértebra. Ella cada vez se defendía más débilmente pero aún con pasión, arañándole la cara y tratando de meterle los dedos en el ojo, aunque poco a poco sus intentos eran cada vez más torpes y lentos. Él, sin embargo, no dejó de apuñalarla hasta largo tiempo después de sentir su chispa apagarse y escuchar sus últimos estertores. Incluso después de sentirla morir se aseguró clavándola en su pecho una vez más, y otra, y otra, y otra más…

Un ruido atronador lo distrajo. Era como un relámpago, y una sirena sonó después durante unos segundos.

- ¡Adelia S. Truman, con una puntuación de veintisiete condenados, ha sucumbido al infierno de los manglares! -gritó la misma voz que le había dado la bienvenida-. ¡Claude von Appetit ha ejecutado su primera condena! Enhorabuena, reclusos, estáis a solo ocho pasos de la libertad.

Dedicó la atención mínima al anuncio, levantándose entre sofocos. Había perdido mucha forma en esos meses fruto del hambre, por lo que tardó un rato en recobrar el aliento. Recorrió el centro del lugar apoyando la mano contra el muro, tratando de memorizar la posición de cada sección y descubriendo, frente a él, una suerte de almacén de víveres… Y de armas. Abrió dos botellas de agua y bebió de ellas a la vez hasta atragantarse. Tosió y siguió bebiendo hasta hartarse, utilizando un par de botellas más para limpiarse como pudo el barro de las manos y la cara. Luego comenzó a comer fruta, necesitaba azúcar, aunque no se atrevió a llenar demasiado su estómago por miedo a que le sentase mal. Por ello agarró un saco y metió en él cuanta provisión fue capaz de cargar sin que este se rompiese. También cogió una espada oxidada que había en una esquina y una puntilla de acero.

Cuando salía del almacén dos personas embutidas en capas lo detuvieron. No parecían especialmente fuertes, pero sí podía sentir que eran peligrosas. Tratando de parecer lo más grande posible se relamió los labios, que sabían a pera en ese momento, y trató de hablar.

Un hilillo de voz escapó débilmente de su boca, emitiendo un inaudible “dejadme pasar” que ignoraron, tan solo mirándolo fijamente sin hacer ningún otro movimiento. No parecían hostiles, sin embargo, teniendo en cuenta cómo se había comportado Adelia. Al final, un hombre de aspecto recio saludó:

- Me llamo Xeyner, y él es Marlo. -Marlo inclinó la cabeza-. Somos condenados, como tú, y queremos advertirte: Jamás vas a salir de este lugar. -Marlo asintió-. Asúmelo cuanto antes, o acabarás como Adelia.

- ¿Qué? -Su voz sonó tan ronca que se asustó.

- Nunca hay menos de diez personas aquí abajo -explicó-. Cuando llega a eso no pasa una semana sin que aparezca un nuevo condenado; a veces, incautos que llegan desde arriba.

- ¿Arriba? -Tardó en percatarse de que él mismo llegaba desde arriba, y de que había visto un ascensor.

- Sobre nosotros hay un pantano infecto poblado de bestias y gente que practica ritos caníbales por miedo a la muerte. La gente suele llegar embarrada y envuelta en un olor pestilente -explicó.

- Algo… -Iba a decir que algo le sonaba, pero se dio cuenta de que no era capaz de hilar frases completas.

- Algo terrible, sí. Marlo también viene de ahí, aunque él perdió la voz antes de bajar. Fue difícil, cuanto menos, entender lo que quería contarnos. Ven con nosotros.

Pensó bien su siguiente palabra. Le costaba emitir sonidos complejos, por lo que debía elegir bien qué decir.

- Por… Qué.

- Porque puedes acabar tus días aquí muriendo de viejo o con una espada por el culo -replicó-. No me importa tener un aliado más, y tú no puedes permitirte un enemigo.

“La palabra que buscas es rehén”, quiso decir, pero no tenía fuerzas para decirlo ni energías para enfrentar a dos personas. Mucho menos a criminales que habían sido enviados a una especie de arena para luchar a muerte, así que se resignó a acompañarlos y echó a caminar tras Marlo y Xeyner. Aunque, ya que tenía escolta, se dio el lujo de ir pelando una granada.

El camino no era demasiado largo; se trataba de un espacio pequeño, al fin y al cabo. Había algunas pantallas pegadas a los muros que separaban los distintos biomas, en las que había nueve nombres en una suerte de clasificación. Xeiner ocupaba el tercer puesto con noventa y un condenados, mientras que Marlo estaba en el último lugar con ninguna víctima. Por encima del secuestrador ambos nombres alcanzaban holgadamente las tres cifras, lo que en realidad hacía bastante patente dos cosas: Allí había criminales verdaderamente despiadados y era casi imposible que saliesen de allí.

- ¿Fuertes? -preguntó, señalando la tabla. Tosió una densa flema verde tras decirlo.

- Sí. Pero no lo bastante. -Xeiner parecía decir aquello con cierto desdén-. Este circo habría terminado hace bastante si pudiesen matarse la una a la otra. Aunque casi deberíamos estar agradecidos.

En realidad tenía sentido que dijese aquello. Si alguno de los dos llegaba a matar al otro era posible que su siguiente paso fuera aniquilar a todos los demás. A él no le preocupaba especialmente, en realidad. Iba a encontrar una forma de salir de ahí igual que había podido salir del pantano.

- ¿Ducha?

Xeyner asintió.

- Hacia ahí vamos. Hay un laguito cerca. No es especialmente grande, pero su agua circula. Deberías poder lavarte en él.

- Gracias.

Aún no se fiaba del todo de ellos. Xeyner podía fácilmente estar esperando su momento para convertirse en el último en pie, y Marlo… Marlo sencillamente era perturbador. Tenía mirada penetrante, e incluso en sus ojos ensombrecidos bajo la capucha podía notar algo que iba más allá del desdén. ¿Lo veía como competencia, tal vez? Algo le decía que tenía mucho que esconder. Quizá ni siquiera fuese mudo; no podía asegurarlo, pero no se fiaba de él en absoluto.

Aprovechó la visita al lago para afeitarse la cara usando la puntilla. Debería haberse acordado de arrancar la navaja de aquella mujer, pero en el momento no había caído en ello. Con algo más de cuidado apoyó su cabello contra una piedra y examinó la magnitud de los daños: iba a perder al menos quince centímetros en una melena que superaba holgadamente el metro de longitud, pero se sintió igualmente como una derrota mientras lo cortaba. Debería pasar por un peluquero igualmente en cuanto saliese, y de paso encontrar un buen champú.

Se rio. Más bien, gruñó algo parecido a una risa. Aún no sabía si lograría regresar, pero ya estaba pensando en qué haría al salir. ¿Siempre había sido tan optimista? En parte esperaba que no, aunque por otro lado… Saber que todo iba a salir bien cuando era una certeza no contaba como optimismo, ¿no?

- Estoy -dijo.

No se vistió. Su ropa estaba destrozada y sucia, por lo que permaneció desnudo ante el pudor de Marlo y la mirada desganada de Xeyner que, tras un rato meditabundo, se despojó de su capa y se la tendió. Claude reconoció esa cara de inmediato: Era la de una vieja gloria pirata que había desaparecido de repente hacía años, cuando él todavía estaba enrolado.

Despojado de su embozo Xeyner Llerlles era un hombre imponente, no muy alto pero extremadamente voluminoso. Con los años su abdomen se había distendido ligeramente en una suerte de tripa cubierta por una musculatura levemente definida, pero aun así impresionante. Solo llevaba unos pantalones holgados desgastados por el tiempo y una suerte de brazalete en la muñeca izquierda, ligeramente hundido en su carne.

- A mí me quitaron las joyas al entrar -protestó, señalándolo.

- Qué curioso, a mí me lo pusieron.

Claude ignoró su respuesta, centrado en sí mismo. Seguía sonando extremadamente ronco, pero había completado una frase. Podía hablar. Había resultado doloroso tras hacerlo, pero lo había hecho. Se palpó el cuello con los dedos mientras recitaba el abecedario en voz innecesariamente alta.

- ¿Podrías no hacer eso? -pidió Xeyner

- Efe, ge, hache, i, jota, ka, ele…

- ¡Suficiente!

Claude saltó del susto.

- Emeeneeñeopequerreeseteuuveuvedobleequiyzeta. Ahora sí es suficiente.

Marlo extendió las manos, gesticulando ágilmente. Xeyner prestó atención, dejando escapar una sonrisita por momentos, lo que hizo a Claude sumarse a la conversación: Él también sabía utilizar lenguaje de signos.

- Chico -inquirió Xeyner-. ¿Qué haces?

- Lenguaje de signos.

Marlo frunció el ceño. El anciano, sin embargo, se rio.

- Eso es una peineta.

- Sigue siendo un signo.

- Deberías guardar ese dedo antes de que Marlo te lo corte -recomendó-. Como tal vez hayas deducido, no tiene mucho sentido del humor.

Marlo se quejó con fuertes aspavientos, gesticulando con violencia.

- Sí, eso es verdad.

- ¿Qué ha dicho?

Xeyner sonrió.

- No tienes mucho de lo que preocuparte. -Tomó una larga bocanada, elevando su pecho por un momento-. Pero ponte la capa, o no tendrás de qué hacerlo.

- La envidia funciona muchas veces así -comentó, rajando la capa hasta dejar una larga franja de tela-. No te preocupes, dejo de darte hambre.

Al guiñarle el ojo Marlo apartó la mirada con cierto desdén, y Claude rio. Ayudándose de la puntilla agujereó la tela, y poco a poco construyó una rudimentaria falda que cerró con un cinturón que trenzaba cuatro tiras de tela de la capa. No tenía una aguja para hacer algo más complejo, pero el resultado fue cuanto menos favorecedor, y bastante sólido. Aunque tardó un rato.

- ¿Cómo puede alguien tan confiado haber sobrevivido a Adelia? -reflexionó Xeyner en voz alta.

- Ser el mejor suele hacerte más confiado -respondió con una sonrisa-. Soy Claude von Appetit, mejor espada del mundo. Hace falta algo más que una sorpresa desagradable para acabar conmigo. -Empezó a toser hasta que una desagradable flema de color tostado cayó reptando por sus labios-. Demasiadas palabras.

- Parece que te va a pasar mucho -apuntó el viejo criminal-. Por lo menos aprenderás a hablar un poco menos.

¿Menos? Llevaba un mes en casi total silencio. ¡Por fin había alguien con quien podía hablar después de treinta segundos tras haberlo conocido en meses. ¿Y tenía que aprender a callarse? Frunció los labios, inconforme. Eso no iba a suceder.

Una flema más.

“Bueno, poco a poco”.

- Deberíamos ir volviendo al campamento -apuró Xeyner al final-. Si no hacemos algo deprisa algo malo va a suceder, lo noto.

Claude optó por seguirlos. No tenía muy claro por qué confiaba en esos dos, pero desde luego estaba más seguro con ellos que huyendo por su cuenta. Agarró el saco de comida, eso sí, y se aseguró de enganchar la espada al improvisado cinturón. No tenía una vaina así que desenvainar era una tarea delicada, pero si tenía que pelear acabar desnudo sería lo de menos. Al fin y al cabo, podía hacer un nuevo nudo a la trenza.

No hubo que caminar demasiado, pero resultaba muy satisfactorio decir que habían atravesado desiertos y glaciares para llegar hasta el campamento. Un campamento que, de hecho, resultaba acogedor. Eran unas pocas celdas cercanas entre ellas, claro, pero con cuerdas conectadas y algunas pieles y telas que separaban espacios. Una hoguera apagada con algunas latas de comida y fruta cerca, así como trece sacos de dormir desperdigados, algunos con gente en su interior.

- Solíamos ser más, pero últimamente…

- Pero últimamente… -repitió.

- Verás, chico…

- Claude.

- Lo sé, lo pone en la pantalla. Y una voz lo ha gritado hace un rato. Verás… No es fácil explicar esto -dijo, sentándose sobre una suerte de banqueta-. Pero cuando no muere gente en este lugar suceden cosas.

- Creo que no me va ese rollo de secta sexual que te has montado, pero continúa.

Xeyner ignoró su comentario.

- Nos han encerrado aquí para pelear a muerte. Tal vez lo hayas notado por todo el tema de las “condenas”, el tablero de puntuaciones y que hay armas, a pesar de que no hay guardias. Además, hay muchas cámaras de seguridad.

- Es una prisión -repuso.

- Es un coliseo. O algo peor.

- Un coliseo-prisión.

- Claude… -Se notaba su tono agotado, pero Claude tensó algo más la cuerda.

- ¿Qué? ¿Me equivoco?

- Cállate.

Xeyner le explicó la situación: El grupo que habían formado combatía a diario para ofrecer una suerte de espectáculo a lo que fuera que se encontraba al otro lado de las cámaras. A veces, cuando por ejemplo el pantano se desbordaba sobre el bosque o el frío comenzaba a extenderse por todas partes organizaban una criba. En ella elegían por sorteo una pareja, que peleaba a muerte, y si las desgracias dejaban de suceder todo volvía a la normalidad. De lo contrario, el superviviente seguiría enfrentando a otro, y otro, y otro más hasta que sucumbiese o la calma regresase.

- Y esperas que me crea esa sarta de tonterías -espetó finalmente.

- Mayormente, sí -reconoció.

- ¿Y si decido pasar?

- Estás débil aún, chico; no durarías un asalto contra los más débiles del campamento. Y yo podría asegurarme ahora de que no te conviertas en una amenaza.

Claude mantuvo silencio durante un instante, evaluando el riesgo.

- Vale, puedes intentarlo.

En cuanto le dio la espalda escuchó un filo moverse lentamente y un viento a su lado. Al principio sutil, la hoja se acercó deprisa a su cuello sin llegar a tocarlo. Claude miró hacia él, desafiante.

- Te haces viejo.

Ante la mirada interrogativa de Xeyner Claude señaló hacia abajo. En cuanto miró el pie de Claude ascendió rápidamente por la entrepierna del anciano, golpeando con fuerza sus genitales. El hombre cayó ante el pelirrojo, que tiró su espada al suelo y recogió la otra, en mucho mejor estado.

Marlo se mantuvo estático, aunque el pelirrojo sabía que esperaba una simple señal para abalanzarse sobre él. Xeyner lideraba un grupo con ideas extrañas, sin duda menos peligrosas que luchar a vida o muerte en cualquier momento pero mucho más injustas que la ley del mejor acero. Con cierta indiferencia abandonó el lugar y dirigió sus pasos hacia el desierto, que sonaba muy bien decirlo así pero era apenas medio kilómetro más allá, si no menos.

- No voy a morir aquí. Si eso pasa por mataros a todos, que así sea.


Ficha

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Claude von Appetit
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Inmortal Cock Rising Empty Re: Inmortal Cock Rising {Sáb 26 Ago 2023 - 7:57}

Claude fue estudiando la espada mientras caminaba. El acero estaba lejos de ser el mejor y el peso no estaba en absoluto equilibrado. Poseía doble filo, pero algunas irregularidades en la hoja que asumió eran resultado de varias mellas durante unos cuantos afilados. Era una hoja muy delgada, algo más gruesa que un estoque, pero sin duda muy cómoda en comparación a la que había abandonado.

Dejó de caminar cuando pudo ver en la distancia a dos personas moviéndose a grandes velocidades. Una era Terra Jerry, uno de los comandantes de Kepler, mientras que la otra era una mujer que no le sonaba en absoluto: Atio Adenda. Se trataba de una mujer enorme, de varios metros de altura que golpeaba con fiereza usando una suerte de pala, mientras Jerry parecía extremadamente torpe y aun así resistía. Contaba con que la secta de Xeyner no lo perseguiría en ese lugar si debía acercarse demasiado a esos dos, y ellos no irían a por él; estaban demasiado parejos como para que un tercer contrincante desequilibrase la balanza hacia el favor de uno u otro. Aunque, si por él fuese, apostaría por Jerry. El humano podía carecer de habilidad para el combate, pero su fama le precedía: Era el hermano pequeño de Kepler y el miembro más peligroso de su tripulación. Contenerlo allá donde estuviesen era un mérito, en realidad.

Lo primero que hizo fue comprobar cuánta comida había en la saca. Empezó por organizarla por tipos, y luego cada tipo por aporte calórico y nutricional. Una vez hecho eso empezó a preparar mentalmente raciones que le permitiesen ganar algo de peso día a día, aunque tendría que hacer un esfuerzo por recordarlo. No importaba. La cuestión era volver lo menos posible al centro, de manera que cuanto más pudiese cargar de cada vez y cuanto más optimizase la alimentación menos riesgos correría. También tenía que encontrar una forma de dormir, o al menos de descansar, aunque por ahí también había celdas: Nada le impedía entrar en una de ellas cada noche, aunque se arriesgaba a una emboscada al despertar.

Suspiró. Xeyner no lo había seguido, ni tampoco ninguno de sus seguidores. Quizá solo bravuconeaba, o sencillamente había preferido esperar a que hubiese que sacrificar a alguien para ir todos contra él. “De hecho, eso tendría sentido”, se dijo. Él, por lo menos, se plantearía hacerlo así. Eso le daba menos tiempo del que quería, aunque no sabía cuánto era, antes de tener que asumir grandes riesgos. Pero, total, un riesgo más… ¿Qué era lo peor que podía pasar?

Los primeros días se permitió descansar, más o menos. Eran días de comer de forma relativamente copiosa, por lo que trataba de hacer algo de ejercicio aunque fuese ligero para que la energía supiese adónde ir -no funcionaba exactamente así, pero a él le servía- y practicaba con la espada de manera tranquila: Practicaba movimientos, se equilibraba de maneras algo incómodas para fortalecer su estática y hacía algún que otro tajo fuerte. Llevaba años evitando utilizar sus brazos por miedo, pero quizá era el momento de recuperarlos por completo. En algún momento había sido una de las grandes promesas de su generación, al menos hasta que todo se había torcido.

En realidad, antes de darse cuenta su entrenamiento tranquilo se había vuelto sofocante. Estaba empapado de sudor y los brazos le pesaban. Le costaba mantenerse en pie y sentía que ambos gemelos estaban a punto de subirse a la vez en cualquier momento si daba un solo paso. Respiraba con dificultad, estaba hambriento y todo su cuerpo se rebelaba contra la idea de seguir despierto más allá de una copiosa cena que, a pesar de hacerle doler el estómago -había comido más en un día de lo que había comido en la semana anterior- seguía con ganas de comer. Impulsado por una mínima fuerza de voluntad que no supo cómo seguía ahí metió la cabeza en el saco de arpillera por si la arena se levantaba y se tiró en el suelo. No tardó ni dos minutos en dormirse.

Los primeros días nadie fue a molestarlo. A veces sentía cómo alguien a lo lejos, Xeyner quizá, lo observaba. Fingía no darse cuenta, tan solo centrado en su propio equilibrio e imprima mayor potencia a sus golpes. Por momentos recordaba el sobre, luego la despedida, y su espada humeaba. Luego ardía. Lo ignoraba, pero el fuego era más potente con cada segundo que pasaba y terminaba por soltar la espada, más cauto que temeroso. Había observado que aquello le sucedía a veces, pero nunca lo había experimentado con tanta fuerza.

Recogió la espada del suelo y trató de repetir aquello. El sobre fue suficiente para que su filo ardiera, aunque apenas quemaba. Con el último abrazo de Illje, sin embargo, aquella llama creció. La primera despedida que sonaba a adiós en su cabeza en mucho tiempo. Helado e Ichigo dormían, pero Illje derramaba lágrimas sin permitir que su gesto se quebrase. Él ni siquiera se había permitido el lujo de llorar. Más calor. Desconocidos en la noche. El fuego brilló casi blanco, cegador.

Observó maravillado la llama de su hoja, perdiendo la concentración de golpe y por un segundo esparciéndose la llama hacia él. Tiró la espada al suelo con un grito algo afeminado, pero sonrió. Había algo en ese fuego que le resultaba extrañamente tranquilizador. En su fulgor blanquecino veía a la coneja, y a Helado y Ichigo, y a sus demás subcapitanes y a sus barcos, allá donde estuviesen. Era blanco como las estrellas que leía en el cielo nocturno para guiarse, a pesar de que no tenía ni idea de astronomía. Era esperanza.

Pero la esperanza no podía encender fuego; la ira sí.

Los días siguieron pasando. Alguna vez se anunció la llegada de gente nueva, otras se comentó alguna muerte… Él trató de ignorarlo todo; cuanto menos conociese a la gente a la que debía asesinar mejor. Salvo de Jerry y Adenda, de esos habría querido saber más, pero nunca los veía descansar.

Eventualmente Xeyner se acercó. No iba armado, o al menos no de manera visible. No parecía molesto, pero ningún pirata perdonaba una patada a traición en la entrepierna, mucho menos en medio de una extorsión. Había un código de buenas conductas y se lo había pasado por el forro con ese gesto. Aun así, fue fiel a lo que el protocolo pirata dictaba: Apuntó al hombre indefenso con su espada, marcando las distancias.

- Baja eso, he venido a hablar -ordenó.

Claude la mantuvo firme. En la voz del pirata había autoridad, y Claude nunca obedecía a la autoridad.

- Como quieras, pero se te va a cansar el brazo.

Era un buen argumento, así que Claude guardó el arma.

- Hay siete personas nuevas -anunció.

- Han muerto al menos tres.

- Sí, pero entraron diez -apuntó-. La comida en la cornucopia es siempre la misma, seamos diez o cien. A partir de la veintena escasea; si llegamos a serlo, y no pasará mucho hasta que eso suceda, habrá que pelear por la comida.

- Seguid matándoos -respondió-. ¿A mí qué me cuentas?

- De eso vengo a advertirte. Los demás han sido bastante más prudentes que tú y han optado por quedarse. Si no vienes y aceptas nuestras reglas conseguir comida se hará complicado para ti.

- Esa es tu opinión. Yo voy a salir de aquí, pase lo que pase. Total, algo habréis hecho para acabar aquí. No me va a pesar en la conciencia en absoluto.

- Si cambias de opinión… -Se encogió de hombros-. Dieciocho más esos dos. Más será imposible; quizá un grupo venga a por ti.

- Si me diesen un berry cada vez que me amenazan tendría mil berries. O más, tal vez.

- Te amenazan mucho -respondió el anciano, dándose la vuelta-. Algo debes estar haciendo mal, ¿no crees?

Claude no respondió. Devolvió la atención a la espada. Los dos desconocidos en el barco aparecieron en su cabeza, calentando la hoja. La despedida de Illje, y saber que jamás volverían a verse. Se había sentido una rata al subir a ese barco, pero era su deber como capitán.

Gritó. De la hoja se desprendieron ascuas, o más bien chispas, que cayeron por la arena… Y por lo que no era arena. Él siguió moviendo la hoja, ignorando el fuego, tratando de mantener esa sensación, hasta que empezó a sentir un olor extraño y miró a su espalda. El saco estaba ardiendo, también la fruta. Se asustó al ver todo aquello y empezó a tirar arena a patadas contra el fuego, que se apagó rápidamente. No entendía lo que había sucedido, tan solo que había pasado. Era como si su enfado permease más allá de la espada, pero eso era peligrosísimo. O, bueno, no tanto, porque había quemado un saco y algo de fruta. Con volver un día antes a la cornucopia tendría suficiente.

Limpió como pudo la arena de lo que seguía intacto y movió lo que estaba en riesgo de estropearse para comerlo en el momento. No era bueno del todo comer algo quemado, pero tampoco lo era vivir en un pantano y había sobrevivido. Para caer en algo peor, ya que la secta de ese hombre era cuanto menos peliaguda.

Un día se sintió valiente. Escuchaba el choque de trenes en la distancia, y echó a caminar hacia él. Jerry era más rápido, pero el ritmo lo iba marcando la mujer. Además de medir varios metros era preciosa a su manera, con un cabello pelirrojo cortado casi como un muchacho que le dio una pista de lo que sucedía en ese lugar. Como quien no quería la cosa se aproximó hasta que dejaron de ignorarlo. No sabía si había sido su mejor idea hasta la fecha, pero tenía toda la determinación de comprobarlo.

- Estáis fingiendo -sentenció.

- ¿Qué? -Jerry tenía una voz peculiar, como de fracasado-. No, ¡no!

Atio acertó un directo contra su cara que lo mandó volando varios metros. De no haber activado su Habuso probablemente se habría roto un par de dientes y el cuello, pero se levantó con apenas un leve dolor de trasero.

- ¿Eso te parece fingido? -preguntó ella.

- Es un golpe muy real -comprobó que su nariz seguía en su sitio y sin romperse-, pero... ¿Exactamente cómo te cortas el pelo?

Jerry observó a Atio, circunspecto. Estaba demasiado corto y demasiado perfecto para haberlo hecho una persona que no tenía acceso a espejos, tijeras o herramientas profesionales. Al menos, no por sí misma. Un peluquero hábil con un cuchillo, sin embargo…

La mujer bufó.

- Cállate, Jerry.

- ¡Pero si no he dicho nada!

- Por si acaso. -Clavó una mirada salvaje en el gallo-. Podría matarte aquí mismo, enano.

- Para mi raza soy bastante alto -acotó. Además, en ese momento volvía a tener una forma razonable, por lo que se veía más grande que hacía unas semanas-. Además no vas a matarme, soy demasiado guapo.

- Ahí tiene razón.

- ¡Cállate, Jerry!

- Ahí te la has ganado -dijo Claude.

- Ya.

Atio se llevó una mano a la cara, exasperada. Negó con la cabeza un par de veces, pero luego habló:

- ¿Qué quieres? ¿Por qué te has acercado?

- Bueno, la verdad es que estar solo es muy aburrido -contestó.

- ¡Pues vete con la secta sexual de Xeyner!

- ¡Sabía que no era el único que lo pensaba!

- ¿Cómo no lo vamos a pensar? -preguntó Jerry-. Se comporta como una suerte de gurú y va enfrentando a los más mayores contra él mismo para dejar un harem de jovencitos.

- Ah, que la cifra no era porque se aburriese de matar -reflexionó él.

- Supongo que habrá abrazado la máxima de sí al amor y quizá a la guerra -dijo Jerry-. No lo culpo, a mí también me pasa.

Claude había sospechado en algún momento que fingían pelear, pero no se imaginaba que estaban juntos de forma romántica. Que la dura Atio aceptase la mano de Jerry cuando se la cogió lo había pillado por sorpresa, aunque era hasta cierto punto tierno. Al menos, hasta que un detalle muy particular llamó su atención una vez más.

- Las pulseras… ¿Por qué lleváis pulseras? -preguntó-. A mí me quitaron todas mis joyas al entrar.

Se miraron entre ellos.

- Para anular nuestros poderes.

Claude abrió los ojos de par en par.

- ¡¿Eso es calcetín?!

- Kairoseki -contestaron a la vez.

Claude ignoró aquella acotación. Xeyner también llevaba una, por lo que debía ser usuario. Se habría ofendido por el hecho de que no se la hubiesen puesto a él también, pero nunca la había utilizado delante de nadie que hubiese vivido para contarlo. A excepción del enano, claro, pero ese era otro pirata.

- Entonces… -recordó que había cámaras vigilando todo, por lo que por una vez decidió callarse. En su lugar, decidió hacer la segunda mejor cosa que más le interesaba-: ¿De verdad sois tan fuertes como dice Xeiner?

Así comenzó una bella historia de amistad en la que Jerry y Atio comenzaron a adiestrarlo. O eso pensaba contar, porque la paliza que le habían dado lo había dejado, incluso teniendo en cuenta el Habuso, destrozado. No lo iba a decir en voz alta, pero hacía mucho tiempo que no sentía tanto dolor al terminar un combate.

- Si vuelves mañana te lo contamos otra vez -se ofreció Atio, animada.

- Me gusta este chico -dijo (o algo así) Jerry mientras se despedía con la mano.

Claude les tomó la palabra. Descansó por la noche -o lo que debía ser la noche- ignorando el dolor y se levantó haciendo caso omiso de las magulladuras. Apareció frente a esos dos con la hoja desenvainada, y ellos se rieron. El combate duró menos, o eso creía, porque cuando abrió los ojos de nuevo le advirtieron de que había terminado inconsciente.

- No, vosotros estabais inconscientes -corrigió.

- Creo que no, Claude. -Atio parecía divertida, pero Jerry estaba preocupado.

- Podrías morir en una de estas -terminó diciendo-. ¿Por qué no nos dejas tranquilos? Te iría mejor.

Claude clavó su mirada en él.

- No voy a morir -repuso-. Si muero no puedo salir de aquí.

Se miraron entre ellos como si acabase de decir algo sin sentido. A lo mejor no lo tenía, pero tampoco importaba. Esos dos no eran asesinos, solo luchadores de altísimo nivel. No estaban intentando matarlo, solo reírse de él. Estaba más seguro -y podía aprovechar más el tiempo- cerca de ellos que entrenando en solitario.

- Además, sé cómo salir de aquí.

- ¿Qué? -De nuevo al unísono. Estaban muy compenetrados-. ¿Cómo?

- No puedo contároslo, pero estáis implicados. Y Xeyner también. Aunque antes de eso necesito estar recuperado y en plena forma. Y no os mataría ayudarme para que pudiese conseguirlo cuanto antes.

Es posible que la conversación fuese un poco más larga. Que antes de recordar que cámaras grababan todo lo que hacían -Claude tenía la idea de que cerca de ellos nunca pasaba nada por el interés que despertaban sus arrumacos- intentaron que lo dijese con insistencia. Puede que incluso le pegasen una paliza de nuevo, pero eso no era importante. Era difícil confiar en un idiota sin nada que perder, pero no tardaron en darse cuenta de que ellos dos también eran idiotas sin nada que perder.

Los días tomaron entonces un carácter completamente distinto. Atio era particularmente disciplinada y se había propuesto ponerlo en forma con ejercicios que, la verdad, no tenía ninguna gana de poner en práctica. En su lugar apuntaba hacia ella con su espada, ella lo atacaba y al poco tiempo se veía obligado a seguir la rutina con ella sobre él. Sin embargo cada día le aguantaba el combate un poco más: Esquivaba algunos golpes antes de que lo tumbase, resistía el primer puñetazo sin volar e incluso una vez llegó a tocarla con la espada -que fuese porque ella la había detenido con la mano desnuda no tenía importancia-. Corría por el desierto, a veces, y poco a poco los combates comenzaron a durar lo suficiente como para que, aun midiéndose en segundos, pudiese llegar a golpear a Jerry. Y de paso, a utilizar alguna técnica.

- ¡Es verdad! -exclamó un día tras pegarle una patada en la nuca al pirata, que emitió un simple “ay”-. ¡Mirad lo que sé hacer!

Con la hoja desenvainada recordó las esposas en sus muñecas, el momento de separarse. Las lágrimas de Illje, el cuerpo sin vida del agente del Cipher Pol. El primer cañonazo que había destrozado el castillo de proa, también.

- En realidad lo de saber igual es un poco exagerado -mencionó mientras se concentraba en el fuego que reptaba por la arena-. Pero puedo…

El sobre. La sensación de fracaso, la injusticia. El saber que todo aquello era culpa suya. Respiró hondo intentando relajarse y el fuego regresó a su espada, que parecía estar a punto de fundirse.

Trató de no ponerse nervioso. Sabía que podía controlarlo. Al igual que su ira, o sus demás impulsos. Casi guiado por una voluntad divina apuntó hacia un lado y lanzó un tajo. De su espada se desprendió un veloz abanico de llamas al principio blancas, luego anaranjadas y poco a poco de un apagado rojo intenso. Sonrió con orgullo, mirando hacia Atio.

- ¿Y eso te va a ayudar a salir de aquí? -preguntó, cruzándose de brazos.

- Más bien es para tapar la hemorragia. -Se encogió de hombros-. Pero básicamente, sí.

- ¿Cómo que contener la hemorragia? -Jerry torció el gesto, asqueado-. ¿Qué pretendes?

- Dado que lo he dicho en voz alta, pretendo que me acompañéis a ver a Xeyner.

De alguna forma no se negaron, pero se mostraron particularmente escépticos -sobre todo Jerry- y más de una vez preguntaron de forma educada si podía revelarles algo antes de llegar. Él se negó, como era lógico, consciente de que su ventana de tiempo era escasa. Habiendo llegado a la conclusión de que se encontraban en una prisión subterránea era de esperar, más existiendo un ascensor en el lugar, que hubiese muchas plantas antes de llegar a la superficie; muchas posibilidades de que los detuvieran antes de alcanzar la libertad. Y solo actuando rápido podrían poner los números de su parte.

Cuando llegaron Xeyner y Marlo los recibieron por delante. El anciano cruzado de brazos, el más joven con una sonrisa exultante: Tenía ganas de pelear, podía notarlo. Sin embargo, con la dignidad de un general se despojó de la espada y la arrojó al suelo sin dejar de mirarlos a los ojos. Jerry, que llevaba apenas un cuchillo de pelar patatas, lo arrojó también, aunque Atio mantuvo la guardia alta.

- ¿A qué venís? -preguntó.

- ¿Cuántos sois ya? -respondió-. Hemos oído los altavoces varias veces.

- Más de la cuenta. Ya no puedes unirte, me temo.

Claude se rio parcamente. La semigigante mantuvo el rictus severo que la caracterizaba, mientras Jerry trataba de sonreír nerviosamente, quedándose en una mueca perturbadora.

- No quiero unirme a tu grupo; quiero salir de aquí.

Marlo no dejaba de mirarlo, pero Xeyner solo tenía ojos para la espada. Claude no se movió cuando el anciano se agachó para recuperarla. Era suya, al fin y al cabo.

- Te escucharemos.

Los guio hasta el campamento, aunque estaba a apenas cincuenta metros de donde se encontraban. Había más petates, unos cuantos sacos de dormir y varias lonas más dividiendo espacios. Cubos que hacían de asiento, alguna hoguera más… Mucha gente había entrado ahí en los últimos tiempos.

- Ya no sé cuánto tiempo llevo aquí -reconoció el gallo-, pero sé que es demasiado. Y quiero salir. Despiértalos a todos.

Con todos despiertos les explicó el plan detenidamente. A Xeyner se le desencajó la cara por un momento y Atio reprimió una mueca de horror. Jerry, sin embargo, aceptó la idea de inmediato. Con gesto resuelto miró a todos los presentes, fijándose detenidamente en cada uno de ellos.

- Siete en total. Eso es una brecha de seguridad con la que no habían contado.

- O quizá sí -repuso Xeyner-. No sabemos qué podría pasar si lo hacemos; podría haber consecuencias inesperadas, o algo que aún no sepamos. Podría haber mucho más y mucho peor; estaríamos mutilándonos para nada.

- Y si funciona -Atio seguía conteniendo su repulsión, pero entendía el razonamiento- sería un precio muy bajo por salir.

- Yo no pienso correr el riesgo -espetó el anciano.

- Nadie lo esperaba -contestó Jerry con indiferencia, agarrando su pulgar y tirando de él hasta dislocarlo. Se le escaparon lágrimas y, aunque trató de mantener su expresión intacta, frunció los labios en una mueca adolecida.

Gimió de dolor. La pulsera estaba clavada en su carne y le dejó un rastro de cortes por toda la mano, pero aunque su cara se puso roja y los dientes casi castañeaban de la presión terminó por sacársela, pero la arrojó al suelo con furia y tan fuertemente que esta penetró la tierra dejando un pequeño cráter tras de sí.

Tardó un momento en volver en sí tras el shock. Dobló y estiró la mano mutilada lentamente, reencajándose el pulgar con un chasquido. Antes de poder siquiera asimilar lo que había sucedido, Jerry mutó hasta volverse una gigantesca bestia de largos colmillos afilados, apoyada sobre tan solo tres patas pero tan majestuosa como temible.

- No puede ser -musitó Xeyner.

- Tenemos poco tiempo; quienes queráis salir arrancaos la pulsera. Como sea.

Él tuvo que ayudar a Atio. No solo tenía el brazo más musculoso que Jerry sino que la mano era algo más grande en relación a su muñeca, por lo que debió amputarle el meñique además de dislocarle el pulgar. Xeyner se amputó la mano con un corte seco, mientras los cuatro restantes trataron de imitar a Jerry, con mayor o menor éxito. Y es que Jerry, al fin y al cabo, poseía una fuerza de voluntad y una tolerancia al dolor a la que lejanamente podía aspirar todo el mundo.

La transformación de Atio resultó sorprendentemente refinada. No era una mujer poco atractiva, pero poseía un encanto primario que desapareció cuando tomó la forma de un estilizado zorro blanco de ojos ambarinos. Gigante, por supuesto, como era ella, pero extraordinario.

Xeyner, por su parte, era un toro de lidia con grandes cuernos. Tomó posición a cuatro patas con expresión orgullosa, pero la falta de una pezuña lo desequilibró y cayó de lado.

- Por cierto, sé que he dicho lo del poco tiempo -aclaró Claude-, pero vamos a trataros las heridas, ¿vale?

No fue complicado. Incendió su cuchillo y pasó por cada uno de los usuarios cauterizando las heridas que no dejaban de sangrar, dejando que se vendasen por sí mismos las menos preocupantes, y los guio hasta la puerta central.

Jerry placó la puerta, que cayó con un sonoro estrépito revelando a una figura imponente al otro lado del umbral. Llevaba traje, aunque cubierto por una gabardina negra recubierta de medallas e insignias. En su cabeza una gorra militar y en su rostro pintada una sonrisa macabra. Comenzó a formar una suerte de esfera negra en su mano, pero la estampida de las bestias le pasó por encima. Los demás fueron por detrás, lo cual estaba seguro de que tampoco debía ser agradable aunque, era cierto, después de ser pisado por un mamut y un toro gigante una veintena de personas no parecía algo tan grave.

Claude cerraba la marcha, pero se detuvo un momento al ver una puerta abierta. Un pequeño cartel rezaba “Alcaide” y en una esquina había un paragüero lleno de diferentes armas. Dado que estaba la suya entre ellas asumió que eran confiscadas y, tras comprobar que el hombre siguiese en el suelo, entró rápidamente a recoger la Pluma, su cuchillo y, ya que estaba, un chaquetón militar color burdeos que claramente pertenecía a la Legión. Se lo acomodó y salió por la puerta, topándose con que el alcaide ya no estaba ahí. Su Hamon tampoco podía verlo, pero notaba su presencia subiendo por las escaleras.

- Qué suerte -dijo en voz alta-. Ahora tengo algo más de tiempo.

Entró de nuevo al despacho. Revisó de arriba a abajo todo el despacho. Encontró dos de sus tres anillos, algunas cosas que debía haber en su bolsa y lo que quedaba de su bolsa. Suspiró, tratando de calmarse mientras rebuscaba en los armarios hasta dar con una mochila decente. La cargó con todo lo que le llamó la atención incluida una taza que ponía “Segundo mejor Alcaide del mundo” y una colección de mecheros que no tendrían mucho valor, pero molaban un huevo, y unas gafas de sol sin graduar que se puso para pasar algo más desapercibido. Tras eso volvió a salir y, ya lejos de la presencia, subió por las escaleras.

En el suelo del piso superior yacía inconsciente el mismo hombre que lo había arrojado tiempo atrás. No sentía especial rencor por él, pero se fijó en el ascensor: huella biométrica. Le cortó el cuello para rematarlo y le arrancó la cabeza; luego le amputó la mano. En principio solo necesitaba un dedo, pero a lo mejor había algo en el ascensor.

Puso el índice en el sensor, que respondió afirmativamente abriendo la puerta. Comprobó que hubiese sueldo y que era estable, subiendo acto seguido. Los pisos estaban marcados del 0 al -7, y no había que ser un genio para recordar que si estaban bajo tierra debía subir. Podría haber seguido el rastro de destrucción de los demás presos en fuga, pero en su lugar eligió disfrutar de la música de ascensor en vez de arriesgarse a ir detrás de toda esa gente.

Cuando la puerta volvió a abrirse tiró las partes del guardia detrás de él, frotándose las manos un poco, y echó a caminar. Delante de él había un sinfín de legionarios que lo observaban con atención.

- Janice -saludó a una, inclinando la cabeza-. Bob, Freddie, pequeño Timmy, Cornelius…

No sabía cómo se llamaba ninguno de ellos, pero estaba convencido de que la situación era tan confusa para los soldados como lo era para él. Aunque no tardaron mucho en levantarse para perseguirlo. Tenía sentido. Él, por su parte, echó a correr hacia el exterior evadiendo como podía a los tipos con cazamariposas que intentaban frenarlo. En realidad era una suerte que hubiese material delicado en el lugar y no pudiesen utilizar armas de fuego ni sables. A él, que no tenía miedo de dañar nada, le daba una ventaja bastante grande.

Consiguió salir sin mayores dificultades, pero ahí estaba: En medio de una isla, rodeado de barcos de la Legión formando un cordón casi perfecto y con las enormes Puertas de la Justicia cerradas a cal y canto.

Los soldados comenzaron a llegar tras él y otros tantos le cerraron el paso por delante. Un hombre de cabeza rapada y larga barba pelirroja -lo que claramente lo hacía una persona de fiar- interpuso una carabina levantada entre ambos. Todos lo imitaron.

- Parece que se te ha acabado la suerte -dijo-. Entrégate y te devolveremos a tu nivel sin hacerte daño.

Claude comprobó el sol. Eran las diez y cuarenta en ese lugar, así que si no se equivocaba…

- Tres segundos -fue lo único que dijo.

Todos se quedaron esperando, confusos.

- ¿Tres segundos? -preguntó el legionario.

- Sí, tres segundos.

- ¿Pero para qué?

- Para algo espectacular, ya verás.

- Pero ya han pasado tres segundos.

- Pues otros tres, tú espera. Ya verás. Tres, dos, uno…

- No ha pasado nada.

- ¡Pues ahora!

Nada sucedió.

- No tiene sentido, ya deberían haber llegado los demás -maldijo.

- Has subido en ascensor, Claude -respondió el legionario-. Ellos siguen en una prisión laberíntica a prueba de fugas intentando encontrar la salida del nivel cuatro.

- Ah.

- Entonces, ¿me haces el favor de entregarte?

Claude suspiró.

- Si te empeñas…

Extendió las manos. El oficial se acercó para esposarlo. Claude dejó que le colocase los grilletes. No eran de calcetín. Asintieron mutuamente, pero en ese momento el gallo le propinó una patada en la entrepierna.

Los disparos no tardaron en llegar, pero se tiró al suelo usando como escudo humano al oficial, que recibió varios disparos en su lugar. Sin darles tiempo a recargar, el pelirrojo se alzó de nuevo. Poco a poco su rostro se fue deformando hasta ser un pico dorado mientras sus brazos iban formando alas rojizas culminadas en lenguas de fuego. Su cresta brillaba como el Sol, y las garras de sus patas eran tan grandes como una cabeza humana. Inspiró hondo y, sin que nadie pudiese evitarlo, huyó volando.


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Inmortal Cock Rising Empty Re: Inmortal Cock Rising {Sáb 26 Ago 2023 - 8:04}

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Inmortal Cock Rising Empty Re: Inmortal Cock Rising {Miér 30 Ago 2023 - 14:25}

¡Hola! Vaya, vaya, vaya... Es muy curioso ver al gallo así, lo único que sabía de este tío es que era bastante payaso, verlo pasándolo regular es desde luego un punto de vista de lo más interesante. Supongo que no hace falta decirte lo interesante que ha sido el relato ya que, bueno, lo has escrito tú, pero ya da igual porque lo he hecho. Así que, eso, muy entretenido de leer con ideas estrambóticas que funcionan muy bien.

Halagos aparte, vayamos a la chicha de todo el asunto, las recompensas de xp y doblones y las peticiones. Me quito de en medio lo más fácil, la matemática pura. Obtienes unos jugosos 1.207 puntos de experiencia y unos 120 doblones. Todos tuyos. Ahora entremos a lo jugoso. Realmente subir la recompensa a 250.000.000 no es tan dsparatado, sobre todo después de haberte fugado de donde te has fugado, así que disfruta de la nueva recompensa. Lo del lore por supuesto que pa'lante. Vale, lo de las técnicas y mejoras de atributo. Es verdad que son unas mejoras cuantiosas, pero realmente el gallo ha pasado por un evento realmente traumático y ha sudado y sangrado a fondo para ganárselo y para lograr tal hazaña tiene sentido que sus atributos tengan que estar a ese nivel. Esto también se aplican a las técnicas, si lo has entrenado y has estado el tiempo suficiente haciéndolo, que así es, pues tiene todo el sentido del mundo que se te otorguen. Ahora el gallo da más miedo. ¡Disfruta!

¡Y eso es todo! Que no se te olvide gastar los doblones pertinentes para las mejoras de atributos y las técnicas y pasa un buen, buen día.
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Inmortal Cock Rising Empty Re: Inmortal Cock Rising {Dom 10 Sep 2023 - 12:47}

¡Buenas! Acepto la valoración.


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Inmortal Cock Rising Empty Re: Inmortal Cock Rising {Dom 10 Sep 2023 - 12:49}

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