Maki


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-¿Botiquín?
-Listo.
-¿Raciones?
-Esto...
-¿Bengalas?
-¿Es eso que se enciende?
-¿Boina?
-Puesta.
-¿Copia del MANUAL? -gritó el instructor, pues lo primero, o casi lo primero, que un revolucionario aprendía era a mostrar la debida devoción al MANUAL y a hacer que cada mención suya resaltase.
-Dos.
-En ese caso ya tienes tu kit de bienvenida al completo. Recuerda por qué luchas y por quién lo haces. Sé justo, valiente y obediente y la Historia de la Causa te recordará. Bienvenido a la Revolución, cadete.
El Cadete Makintosh levantó el puño con una ligera sensación de haber vivido ya todo eso. Cuánto tiempo sin calzarse las botas de la revolución, sin portar la antorcha de la justicia, la coquilla de la bondad y las lentillas de colores de la molonidad. Cerró la mochila con el kit de bienvenida y se dispuso a comenzar su nueva vida, otra vez, dentro de la Armada.
-Entonces, ¿comemos ya? -preguntó, poco acostumbrado a no ser él quien decidía esas cosas. El nuevo comienzo iba a ser difícil.
Lo cierto era que llevaba una semana un poco rara. Un día se fue a dormir después del concurso anual de comer flanes de los Centellas y de repente se despertó al siguiente metido en una nevera cincuenta años después. Había muchas cosas que no entendía, pero no le parecía el momento de perderse en ellas. Aquel era el día de su ceremonia de ingreso, de la tercera, si contaba aquella vez en que le habían echado durante tres días por pisarle un pie a la gorda de Recursos Humanos, y debía saborearla.
-Entonces, ¿comemos ya?
-No es hora de comer, cadete. -Qué poco acostumbrado estaba a ese rango. Con lo bien que sonaba “Oficial”-... Ahora comienza vuestra instrucción.
El grupo se aglomeró en torno al instructor. Allí había casi una docena de nuevos reclutas, todos ellos dispuestos a entregar sus vidas como carne de cañón de la Causa. Y bien orgulloso que se sentía Maki de ello. Igual luego se presentaba y les contaba alguna batallita, como veterano que era. El instructor, un tipo alto, recio, tuerto y feo como solo un soldado exitoso podía ser, señaló el bosque siniestro con su vara de señalar.
-Meteos ahí y sobrevivid a lo que os echemos. Deberéis cumplir el objetivo y volver aquí antes del amanecer o seréis expulsados. ¿Alguna pregunta?
Maki levantó la mano.
-¿Cuál es el objet...?
El instructor pegó un tiro al aire y, cuando el mono al que le había dado cayó muerto al suelo, gritó:
-¡Adelante!
-Listo.
-¿Raciones?
-Esto...
-¿Bengalas?
-¿Es eso que se enciende?
-¿Boina?
-Puesta.
-¿Copia del MANUAL? -gritó el instructor, pues lo primero, o casi lo primero, que un revolucionario aprendía era a mostrar la debida devoción al MANUAL y a hacer que cada mención suya resaltase.
-Dos.
-En ese caso ya tienes tu kit de bienvenida al completo. Recuerda por qué luchas y por quién lo haces. Sé justo, valiente y obediente y la Historia de la Causa te recordará. Bienvenido a la Revolución, cadete.
El Cadete Makintosh levantó el puño con una ligera sensación de haber vivido ya todo eso. Cuánto tiempo sin calzarse las botas de la revolución, sin portar la antorcha de la justicia, la coquilla de la bondad y las lentillas de colores de la molonidad. Cerró la mochila con el kit de bienvenida y se dispuso a comenzar su nueva vida, otra vez, dentro de la Armada.
-Entonces, ¿comemos ya? -preguntó, poco acostumbrado a no ser él quien decidía esas cosas. El nuevo comienzo iba a ser difícil.
Lo cierto era que llevaba una semana un poco rara. Un día se fue a dormir después del concurso anual de comer flanes de los Centellas y de repente se despertó al siguiente metido en una nevera cincuenta años después. Había muchas cosas que no entendía, pero no le parecía el momento de perderse en ellas. Aquel era el día de su ceremonia de ingreso, de la tercera, si contaba aquella vez en que le habían echado durante tres días por pisarle un pie a la gorda de Recursos Humanos, y debía saborearla.
-Entonces, ¿comemos ya?
-No es hora de comer, cadete. -Qué poco acostumbrado estaba a ese rango. Con lo bien que sonaba “Oficial”-... Ahora comienza vuestra instrucción.
El grupo se aglomeró en torno al instructor. Allí había casi una docena de nuevos reclutas, todos ellos dispuestos a entregar sus vidas como carne de cañón de la Causa. Y bien orgulloso que se sentía Maki de ello. Igual luego se presentaba y les contaba alguna batallita, como veterano que era. El instructor, un tipo alto, recio, tuerto y feo como solo un soldado exitoso podía ser, señaló el bosque siniestro con su vara de señalar.
-Meteos ahí y sobrevivid a lo que os echemos. Deberéis cumplir el objetivo y volver aquí antes del amanecer o seréis expulsados. ¿Alguna pregunta?
Maki levantó la mano.
-¿Cuál es el objet...?
El instructor pegó un tiro al aire y, cuando el mono al que le había dado cayó muerto al suelo, gritó:
-¡Adelante!

- Maki:
- Nivel: 79
Experiencia: 148.115
Nombre: Augustus Irwin Makintosh
Apodo: Maki
Facción: Revolucionario
Rango: Oficial
"Si el agua está salada, es que estás en el mar". Augustus Makintosh
Prometeo


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Guardó la última taza y se giró hacia el comedor, como queriendo verificar que todo estaba limpio. Como de costumbre, había comenzado la mañana con una necesaria sesión de meditación seguida de un contundente desayuno, así se aseguraba de tener una buena actitud por el resto del día.
Por fuera, mantenía su apariencia estoica habitual, pero en su interior bullía la emoción. Durante las últimas cuatro décadas, había respaldado a la Armada Revolucionaria desde la retaguardia, dedicándose a sanar a los heridos y aportando avances tecnológicos. Sin embargo, ahora tenía la libertad de unirse al frente de batalla y apoyar a sus camaradas, pues su difunta esposa, antes de morir, le había liberado de todas sus promesas a excepción de una.
-¿Está seguro de que quiere ver a los novatos, teniente? -preguntó el brigadier José Pedro, un hombre moreno y de mostacho envidiable-. No hay ninguno especial. Bueno, puede que sí haya un par…
Prometeo avanzaba con paso suave por los pasillos de la base. Podía oler la revolución en las paredes del edificio, una perfecta combinación entre pólvora, sudor y tabaco. Extrañaba la necesidad de tener un habano en la boca y una boina descansando en la cabeza, aunque nunca había fumado ni le iban los sombreros.
-Sí, quiero ver algo -respondió el teniente Prometeo, misterioso y con la mirada puesta en el campo de entrenamiento.
Desde el pasillo, acariciado por el cálido viento del aire acondicionado averiado, observaba al instructor rodeado de los reclutas. Una sensación de nostalgia recorrió su cuerpo y dibujó una sonrisa que evocaba recuerdos lejanos.
-¿Y eso es…?
-He pasado mucho tiempo en los centros médicos de la Armada, así que debo estar oxidado -comenzó a decir Prometeo, ignorando la pregunta del brigadier José Pedro-. ¿Debería unirme a los reclutas?
Sin importar las objeciones del brigadier, Prometeo se dirigió hacia el campo de entrenamiento con una sonrisa de emoción. Al parecer había llegado en buen momento porque el instructor estaba haciendo cosas de instructor como dar instrucciones. Fue en ese momento que Prometeo reparó en una figura emblemática, única y horrible como ninguna otra. Era el soldado perfecto, el revolucionario ideal, el hombre de la boina. Su mente, incapaz de reconocer lo que sus ojos veían, viajó a un pasado distante en el que luchó codo a codo con quien le enseñó la existencia del MANUAL.
-¿Acaso es esto posible…?
Como un hombre que se acerca a la nevera hipnotizado por la última cerveza, Prometeo caminó hacia el hombre que le guio por el camino de la revolución. Sin embargo, un tiro al aire le sacó de su ensimismamiento y recobró los sentidos. La prueba de los reclutas estaba por comenzar.
-Quiero hacer la prueba con ellos -expresó el teniente-, y necesito que me confirmes si ese hombre es el Comandante Augustus Makintosh.
Por fuera, mantenía su apariencia estoica habitual, pero en su interior bullía la emoción. Durante las últimas cuatro décadas, había respaldado a la Armada Revolucionaria desde la retaguardia, dedicándose a sanar a los heridos y aportando avances tecnológicos. Sin embargo, ahora tenía la libertad de unirse al frente de batalla y apoyar a sus camaradas, pues su difunta esposa, antes de morir, le había liberado de todas sus promesas a excepción de una.
-¿Está seguro de que quiere ver a los novatos, teniente? -preguntó el brigadier José Pedro, un hombre moreno y de mostacho envidiable-. No hay ninguno especial. Bueno, puede que sí haya un par…
Prometeo avanzaba con paso suave por los pasillos de la base. Podía oler la revolución en las paredes del edificio, una perfecta combinación entre pólvora, sudor y tabaco. Extrañaba la necesidad de tener un habano en la boca y una boina descansando en la cabeza, aunque nunca había fumado ni le iban los sombreros.
-Sí, quiero ver algo -respondió el teniente Prometeo, misterioso y con la mirada puesta en el campo de entrenamiento.
Desde el pasillo, acariciado por el cálido viento del aire acondicionado averiado, observaba al instructor rodeado de los reclutas. Una sensación de nostalgia recorrió su cuerpo y dibujó una sonrisa que evocaba recuerdos lejanos.
-¿Y eso es…?
-He pasado mucho tiempo en los centros médicos de la Armada, así que debo estar oxidado -comenzó a decir Prometeo, ignorando la pregunta del brigadier José Pedro-. ¿Debería unirme a los reclutas?
Sin importar las objeciones del brigadier, Prometeo se dirigió hacia el campo de entrenamiento con una sonrisa de emoción. Al parecer había llegado en buen momento porque el instructor estaba haciendo cosas de instructor como dar instrucciones. Fue en ese momento que Prometeo reparó en una figura emblemática, única y horrible como ninguna otra. Era el soldado perfecto, el revolucionario ideal, el hombre de la boina. Su mente, incapaz de reconocer lo que sus ojos veían, viajó a un pasado distante en el que luchó codo a codo con quien le enseñó la existencia del MANUAL.
-¿Acaso es esto posible…?
Como un hombre que se acerca a la nevera hipnotizado por la última cerveza, Prometeo caminó hacia el hombre que le guio por el camino de la revolución. Sin embargo, un tiro al aire le sacó de su ensimismamiento y recobró los sentidos. La prueba de los reclutas estaba por comenzar.
-Quiero hacer la prueba con ellos -expresó el teniente-, y necesito que me confirmes si ese hombre es el Comandante Augustus Makintosh.
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A Maki le pitaban los oídos por culpa de aquel dichoso disparo. O, más bien, la grasilla alrededor de los agujeros por los que oía, o eso creía, temblaba tanto que era como si el sonido le llegase desde detrás de una cascada. Una cascada de disparos al aire.
Los cadetes se lanzaron a la carrera hacia el bosque siniestro donde tendría lugar la prueba. El hecho de que los árboles fuesen todos de un amarillo chillón molestaba mucho a Maki, pero a los demás parecía darles igual. Normal, eran jóvenes. Su pecho ardía con la llama de la Revolución, tal y como debía ser, y no conocían el riesgo que entrañaba vivir en la superficie. Bueno, eso quizás sí, pero habría que verlos en el fondo del mar. Ahí sí que no sabían nada. ¡Ja!
Maki suspiró con esperanzas de futuro. Serían una primera línea de infantería excelente.
Metiéndose el dedo en una oreja -o lo que fuera que él tuviese-, Maki se quedó atrás. El instructor le lanzó una mirada confusa, una de esas que la gente le echaba cuando sopesaba si comérselo o no. Maki le sonrió, porque quería caer bien y empezar con buen pie su nueva etapa, y el instructor sonrió a su vez. Con una sonrisa rara de esas que parecía que fuesen a escupir al suelo, pero si enseñaba los dientes contaba como sonrisa.
-Vale, vamos allá... Hora de la prueba -se animó en voz alta.
Y empezó a calentar. Los estiramientos eran importantes. Tríceps para allá, cuádriceps para acá... No se sabía los músculos, pero recordaba muchas de las clases de aeróbic para jubilados de Báltigo y sabía lo bien que venían. Aquellos novatos, esos brotes verdes, en cambio, apenas sabían nada. Uno no se lanzaba a la batalla sin antes haber hecho un rato de yoga o al menos tener muchas ganas de mear. Inconscientes... De hecho, evitar la batalla era buena parte de lo que Maki les había enseñado a sus muchachos en los viejos tiempos.
Y mientras calentaba, lo vio. Pelo claro como la arena al amanecer, más o menos alto, con extremidades funcionales... Y ya. A Maki no se le daba bien fijarse en las cosas de humanos. Pero estaba seguro de que le sonaba de algo. Cuando el recién llegado pronunció su nombre, Maki se acercó y lo observó desde arriba. Tenía pinta de alguien tranquilo, familiar y sereno. Aquel era un rostro que inspiraba inspiración.
-Tú... ¿Vienes por aquel libro que no devolví a la biblioteca? Te juro que yo quería llevarlo, pero Jack el Asno se lo comió. Bueno, solo las hojas impares, no sé por qué, y yo solo probé las pares porque parecían gustarle mucho y pensé que estarían buenas. -Maki empezó a sudar, preguntándose si aquel bibliotecario le...
El instructor carraspeó muy poco disimuladamente y pegó otro tiro al aire mientras señalaba exageradamente el bosque.
-Sí, sí, ya voy. Tío plasta -murmuró entre dientes. Luego le sonrió de nuevo.
Eso es. Un buen comienzo, Augustus.
Los cadetes se lanzaron a la carrera hacia el bosque siniestro donde tendría lugar la prueba. El hecho de que los árboles fuesen todos de un amarillo chillón molestaba mucho a Maki, pero a los demás parecía darles igual. Normal, eran jóvenes. Su pecho ardía con la llama de la Revolución, tal y como debía ser, y no conocían el riesgo que entrañaba vivir en la superficie. Bueno, eso quizás sí, pero habría que verlos en el fondo del mar. Ahí sí que no sabían nada. ¡Ja!
Maki suspiró con esperanzas de futuro. Serían una primera línea de infantería excelente.
Metiéndose el dedo en una oreja -o lo que fuera que él tuviese-, Maki se quedó atrás. El instructor le lanzó una mirada confusa, una de esas que la gente le echaba cuando sopesaba si comérselo o no. Maki le sonrió, porque quería caer bien y empezar con buen pie su nueva etapa, y el instructor sonrió a su vez. Con una sonrisa rara de esas que parecía que fuesen a escupir al suelo, pero si enseñaba los dientes contaba como sonrisa.
-Vale, vamos allá... Hora de la prueba -se animó en voz alta.
Y empezó a calentar. Los estiramientos eran importantes. Tríceps para allá, cuádriceps para acá... No se sabía los músculos, pero recordaba muchas de las clases de aeróbic para jubilados de Báltigo y sabía lo bien que venían. Aquellos novatos, esos brotes verdes, en cambio, apenas sabían nada. Uno no se lanzaba a la batalla sin antes haber hecho un rato de yoga o al menos tener muchas ganas de mear. Inconscientes... De hecho, evitar la batalla era buena parte de lo que Maki les había enseñado a sus muchachos en los viejos tiempos.
Y mientras calentaba, lo vio. Pelo claro como la arena al amanecer, más o menos alto, con extremidades funcionales... Y ya. A Maki no se le daba bien fijarse en las cosas de humanos. Pero estaba seguro de que le sonaba de algo. Cuando el recién llegado pronunció su nombre, Maki se acercó y lo observó desde arriba. Tenía pinta de alguien tranquilo, familiar y sereno. Aquel era un rostro que inspiraba inspiración.
-Tú... ¿Vienes por aquel libro que no devolví a la biblioteca? Te juro que yo quería llevarlo, pero Jack el Asno se lo comió. Bueno, solo las hojas impares, no sé por qué, y yo solo probé las pares porque parecían gustarle mucho y pensé que estarían buenas. -Maki empezó a sudar, preguntándose si aquel bibliotecario le...
El instructor carraspeó muy poco disimuladamente y pegó otro tiro al aire mientras señalaba exageradamente el bosque.
-Sí, sí, ya voy. Tío plasta -murmuró entre dientes. Luego le sonrió de nuevo.
Eso es. Un buen comienzo, Augustus.

- Maki:
- Nivel: 79
Experiencia: 148.115
Nombre: Augustus Irwin Makintosh
Apodo: Maki
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"Si el agua está salada, es que estás en el mar". Augustus Makintosh
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La pregunta del hombre-pez dejó desconcertado a Prometeo, no porque no le hubiese reconocido, sino porque Jack el Asno había devorado solo las hojas impares del libro que no había devuelto a la biblioteca.
-Devolver un libro a la biblioteca no es un acto muy revolucionario -complementó Prometeo, siguiendo el sinsentido del cadete con una seriedad preocupante.
No alcanzó a decir más porque el fanático de los tiros había vuelto a presionar el gatillo.
Prometeo, acostumbrado a los disparos y explosiones, permaneció inmóvil como una estatua ante el ruido, aunque se distrajo con el humo que escapaba por el cañón de la pistola. Se giró hacia el instructor y lo miró desde arriba, como si lo fuese a regañar por lo que acababa de hacer.
-He estado mucho tiempo fuera del campo y estos huesos necesitan un poco de acción, así que iré con ellos -determinó el fénix, dando por hecho que un teniente podía participar en la prueba de ingreso.
Al pertenecer a un escalafón más abajo, el instructor no podía negarse a las decisiones de un teniente. Así, Prometeo apuró el paso para alcanzar a quien creía que era el comandante. No le extrañaba que le hubiese desconocido, había pasado mucho tiempo sin verse y también había cambiado. Era más alto y fornido, se había cortado el cabello y su rostro había madurado, aunque su esencia permanecía idéntica a la de siempre. Quizás el comandante esperaba que su antiguo discípulo fuese un saco arrugado y con la espalda encorvada, pensamiento que conllevaba a la siguiente pregunta: ¿por qué él tenía el mismo aspecto de hacía cincuenta años?
-Hagamos la prueba juntos -propuso el fénix-, en la unión está la fuerza.
Al entrar al bosque, sintió al aire fresco y limpio impregnado con una mezcla de aromas naturales. Era una combinación exquisita de la fragancia de la madera húmeda y las notas terrosas, musgosas y de hojas en descomposición. Los silbidos esporádicos de los pájaros creaban un ambiente de tranquilidad y paz, e invitaban a buscarlos ocultos entre las ramas de los árboles. La sombra de las copas de los gigantes arbóreos ofrecían un alivio refrescante, mientras que la luz filtrada a través de las hojas hacía un juego de luces y sombras fascinantes.
De pronto, entre los helechos y las hierbas silvestres, un objeto metálico y entre oculto capturó la atención de Prometeo. Se acercó, su mente nadando en un río de curiosidad. Era una caja de metal rota y sucia. La observó con detalle y se dio cuenta de que tenía un mecanismo interior, aunque no había ninguna pista que indicara cuál era su propósito. Además, el estado en el que estaba sugería que, sin importar qué fuera, era enteramente inútil. Allí, en medio del abrazo de la naturaleza, había un trozo de basura mancillando el escenario perfecto.
-¿La quieres como recuerdo? -preguntó Prometeo, ofreciéndosela al comandante.
-Devolver un libro a la biblioteca no es un acto muy revolucionario -complementó Prometeo, siguiendo el sinsentido del cadete con una seriedad preocupante.
No alcanzó a decir más porque el fanático de los tiros había vuelto a presionar el gatillo.
Prometeo, acostumbrado a los disparos y explosiones, permaneció inmóvil como una estatua ante el ruido, aunque se distrajo con el humo que escapaba por el cañón de la pistola. Se giró hacia el instructor y lo miró desde arriba, como si lo fuese a regañar por lo que acababa de hacer.
-He estado mucho tiempo fuera del campo y estos huesos necesitan un poco de acción, así que iré con ellos -determinó el fénix, dando por hecho que un teniente podía participar en la prueba de ingreso.
Al pertenecer a un escalafón más abajo, el instructor no podía negarse a las decisiones de un teniente. Así, Prometeo apuró el paso para alcanzar a quien creía que era el comandante. No le extrañaba que le hubiese desconocido, había pasado mucho tiempo sin verse y también había cambiado. Era más alto y fornido, se había cortado el cabello y su rostro había madurado, aunque su esencia permanecía idéntica a la de siempre. Quizás el comandante esperaba que su antiguo discípulo fuese un saco arrugado y con la espalda encorvada, pensamiento que conllevaba a la siguiente pregunta: ¿por qué él tenía el mismo aspecto de hacía cincuenta años?
-Hagamos la prueba juntos -propuso el fénix-, en la unión está la fuerza.
Al entrar al bosque, sintió al aire fresco y limpio impregnado con una mezcla de aromas naturales. Era una combinación exquisita de la fragancia de la madera húmeda y las notas terrosas, musgosas y de hojas en descomposición. Los silbidos esporádicos de los pájaros creaban un ambiente de tranquilidad y paz, e invitaban a buscarlos ocultos entre las ramas de los árboles. La sombra de las copas de los gigantes arbóreos ofrecían un alivio refrescante, mientras que la luz filtrada a través de las hojas hacía un juego de luces y sombras fascinantes.
De pronto, entre los helechos y las hierbas silvestres, un objeto metálico y entre oculto capturó la atención de Prometeo. Se acercó, su mente nadando en un río de curiosidad. Era una caja de metal rota y sucia. La observó con detalle y se dio cuenta de que tenía un mecanismo interior, aunque no había ninguna pista que indicara cuál era su propósito. Además, el estado en el que estaba sugería que, sin importar qué fuera, era enteramente inútil. Allí, en medio del abrazo de la naturaleza, había un trozo de basura mancillando el escenario perfecto.
-¿La quieres como recuerdo? -preguntó Prometeo, ofreciéndosela al comandante.
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Curioso, cómo la sensación de creer conocer a alguien podía alargarse tanto sin llegar a concretarse en nada. Era como aguantar un estornudo mucho tiempo, como tener delante una hamburguesa de medusa y no comérsela. El no-bilbiotecario sí que parecía... familiar, pero los rostros humanos tenían la particularidad de ser la misma masa amorfa de carne toda del mismo color. Si al menos tuvieran una aleta o dos junto a la nariz...
Aun sin conocerlo, Maki aceptó al nuevo compañero de pruebas sin mucho problema. Al fin y al cabo, era su deber convertirse en el mentor de las nuevas generaciones, por raritas que estas fuesen. Debía conocerlas y hacer que le respetasen, para lo cual tenía que mostrarse cercano, pero no mucho. Decidió que se dejaría ver en público con algunos de los más guays y que haría bullying a algún otro para llegar a lo más alto de la escala social. Así que para allá que se fueron los dos, hacia lo desconocido, hacia el interior de aquel bosque amarillo que parecía un paquete de patatas fritas gigantes. Allí les aguardaba su futuro, su destino, allí les aguardaba... basura.
-Vaya, alguien ha tirado su fiambrera por ahí. ¿Es que no saben que no hay que tirar basura al suelo? ¿No pueden dársela a una tortuga, como todo el mundo? -En la Isla Gyojin tenían un equipo de basureros compuesto por tortugas gigantes, lo que había popularizado la expresión "tortugas de mierda". No era una expresión muy popular en según qué círculos-. Habrá que encontrar un cubo de basura y reciclarla. O usarla para hacer una tamborrada de protesta en algún sitio.
El cacharro era bastante grande, tanto que bien podría haberse metido él ahí dentro. Sería un instrumento de percusión excelente. Por desgracia, no hubo mucho tiempo para preparar actos reivindicativos. Otro de los cadetes, sin boina y con pinta de que le hubiese pasado una cabra por encima -pero una cabra muy grande-, apareció corriendo y se paró súbitamente nada más verlos.
-¡No toquéis la caja! -exclamó-. ¡No toquéis la caja!
Maki, que vio al pipiolo demasiado nervioso, usó toda su sabiduría de antiguo oficial para ayudarle a tranquilizarse: le arreó dos tortazos con la mano abierta y lo zarandeó como a la cuerda de una campana a la hora de comer. El joven cadete pareció calmarse, aunque se llevó la mano a la mejilla y se olió los dedos un segundo antes de hablar otra vez.
-No to...
La caja saltó y se comió al chaval. Más bien fue como si... No, sí, la caja había brincado de donde estaba tirada, se había abierto por un lateral y se había tragado entero al otro cadete antes de cerrarse de nuevo como si nada hubiera pasado. Maki había estado a punto de correr la misma suerte, porque el objeto le había pasado rozando, pero al parecer era su día de suerte.
-¡Ahh! -gritó Maki, consciente de que, en cuanto esa cosa echara un vistazo, se daría cuenta de que le convenía más elegirle como alimento a él que a un insulso y huesudo humano-. ¡Se lo ha zampado! ¿Y ahora qué? Seguro que quiere postre. -Metió mano a su bolsillo y sacó una bolsa de pipas peladas. La abrió, aunque se la estaba guardando para merendar luego, y empezó a lanzarlas hacia la caja-. Toma, bonita. Mira qué ricas las pipas. -Entonces se giró y le susurró a su compañero-. No le cojas cariño. Vamos a tener que comérnosla nosotros antes.
Aun sin conocerlo, Maki aceptó al nuevo compañero de pruebas sin mucho problema. Al fin y al cabo, era su deber convertirse en el mentor de las nuevas generaciones, por raritas que estas fuesen. Debía conocerlas y hacer que le respetasen, para lo cual tenía que mostrarse cercano, pero no mucho. Decidió que se dejaría ver en público con algunos de los más guays y que haría bullying a algún otro para llegar a lo más alto de la escala social. Así que para allá que se fueron los dos, hacia lo desconocido, hacia el interior de aquel bosque amarillo que parecía un paquete de patatas fritas gigantes. Allí les aguardaba su futuro, su destino, allí les aguardaba... basura.
-Vaya, alguien ha tirado su fiambrera por ahí. ¿Es que no saben que no hay que tirar basura al suelo? ¿No pueden dársela a una tortuga, como todo el mundo? -En la Isla Gyojin tenían un equipo de basureros compuesto por tortugas gigantes, lo que había popularizado la expresión "tortugas de mierda". No era una expresión muy popular en según qué círculos-. Habrá que encontrar un cubo de basura y reciclarla. O usarla para hacer una tamborrada de protesta en algún sitio.
El cacharro era bastante grande, tanto que bien podría haberse metido él ahí dentro. Sería un instrumento de percusión excelente. Por desgracia, no hubo mucho tiempo para preparar actos reivindicativos. Otro de los cadetes, sin boina y con pinta de que le hubiese pasado una cabra por encima -pero una cabra muy grande-, apareció corriendo y se paró súbitamente nada más verlos.
-¡No toquéis la caja! -exclamó-. ¡No toquéis la caja!
Maki, que vio al pipiolo demasiado nervioso, usó toda su sabiduría de antiguo oficial para ayudarle a tranquilizarse: le arreó dos tortazos con la mano abierta y lo zarandeó como a la cuerda de una campana a la hora de comer. El joven cadete pareció calmarse, aunque se llevó la mano a la mejilla y se olió los dedos un segundo antes de hablar otra vez.
-No to...
La caja saltó y se comió al chaval. Más bien fue como si... No, sí, la caja había brincado de donde estaba tirada, se había abierto por un lateral y se había tragado entero al otro cadete antes de cerrarse de nuevo como si nada hubiera pasado. Maki había estado a punto de correr la misma suerte, porque el objeto le había pasado rozando, pero al parecer era su día de suerte.
-¡Ahh! -gritó Maki, consciente de que, en cuanto esa cosa echara un vistazo, se daría cuenta de que le convenía más elegirle como alimento a él que a un insulso y huesudo humano-. ¡Se lo ha zampado! ¿Y ahora qué? Seguro que quiere postre. -Metió mano a su bolsillo y sacó una bolsa de pipas peladas. La abrió, aunque se la estaba guardando para merendar luego, y empezó a lanzarlas hacia la caja-. Toma, bonita. Mira qué ricas las pipas. -Entonces se giró y le susurró a su compañero-. No le cojas cariño. Vamos a tener que comérnosla nosotros antes.

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