Christa
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Akuma no mi
Varios
CAPÍTULO I
El sol colgaba en el cielo como un ojo rojo y despiadado, su mirada implacable recorriendo el paisaje yerno. Montañas retorcidas, puntiagudas y erosionadas se erguían en el horizonte como monumentos a un mundo olvidado y maltratado por la humanidad. Los picos grises se perdían en la distancia, desgarrados por el viento que silbaba como un espectro quejándose en la vastedad del desierto. Las rocas, talladas por el incansable cincel de la arena, parecían esqueletos petrificados de antiguas criaturas que antaño caminaron la tierra.
Christa avanzaba con paso firme por la tierra marchita del Páramo, su cabello blanco oculto bajo una capucha. Sus ojos azules, fríos como las noches en el Desierto de Zahín, reparaban por breves momentos en los grupos de refugiados amontonados en torno a fogatas. Cada uno de ellos estaba atrapado en su propio mundo, ni siquiera el caminar de los leones de Christa llamaba la atención.
Loki y Kaia caminaban a su lado, sus pelajes albinos ensuciados por la ceniza negra y la arena. Eran sus guardianes en el Páramo, los que mantenían cautelosos a los adoradores de Sett. Fieles y feroces, se ensañaban contra cualquiera que intentara lastimar a Christa. A pesar de que la comida y el agua escaseaban en el Páramo, la cazadora se las ingeniaba para obtener los recursos necesarios para sus mascotas.
Un sonido agudo y lastimero rompió el silencio del desierto, llamando la atención de Christa. La cazadora giró la cabeza, sus ojos azules centelleando, y allí entre los escombros de un edificio derruido lo vio. En un rincón sombrío yacía un grupo de esclavos que intentaban comer hiedra roja, pero un soldado vestido con una armadura y una capa negras lo impedía. El capa negra jugaba a patearles la comida y luego ensuciarla con ceniza y arena. Uno de los esclavos, desesperado y hambriento, se abalanzó hacia los pies del soldado. A cambio, recibió una patada en la quijada y enseguida encontró la muerte.
Un hombre desnutrido y viejo, con la piel curtida por el sol rojo del Páramo, levantó la vista y sus ojos se cruzaron con los de Christa. Era la mirada de alguien que había perdido la humanidad. No había tristeza ni cordura, solo una retorcida alegría por tener comida en las manos. Christa corrió la vista y notó que el resto del grupo compartía la indiferencia del anciano hacia el esclavo muerto.
Los esclavos del Páramo eran dóciles y egoístas, preocupados de contar un día más y tener algo con lo que pasar el hambre, aunque eso significase recurrir a la hiedra roja. La planta calentaba el estómago y aliviaba el dolor, pero convertía a los hombres en criaturas deshumanizadas. Christa había sido advertida de jamás consumir hiedra roja, a menos que quisiera encontrar la muerte en las desoladas tierras del Páramo.
Retiró la mirada y siguió avanzando, angustiada por cómo eran las cosas en esa isla. Había aprendido por las malas que no era buena idea pretender ser una heroína y cambiar la realidad. Además, debía cuidarse de sus perseguidores y no meterse con los capas negras. La Guardia del Páramo, conformada por los perros guardianes del Consejo Nacional, era conocida por la brutalidad con la que trataba toda clase de problemas. En sus filas había toda clase de hombres peligrosos entregados a la locura.
Christa avanzaba por lo que antaño fue una calle importante de una ciudad. Los edificios, algunos derrumbados y otros apenas sostenidos, eran un recordatorio de lo que una vez fue el Páramo. Los hombres libres hablaban con nostalgia de un pasado lejano casi extraído de un cuento de hadas. El Páramo era maravilloso, decían. Tenía unos cielos despejados que parecían no acabar nunca, los cientos de animales se amontaban en los oasis y las ciudades estaban llenas de vida.
Todo cambió tras el Colapso. Las calles, antes pobladas por comerciantes y transeúntes, eran ocupadas por sombras errantes y horribles criaturas que acechaban en la oscuridad. Habían pasado más de cien años y los hombres del Páramo apenas recordaban su propia historia. Había numerosas teorías sobre el origen del Colapso, pero no eran más que especulaciones. Algunos decían que Sett había castigado a los habitantes del Páramo mediante terremotos, erupciones volcánicas y tormentas; otros, los más estoicos, creían que la desolación era el producto de una guerra apocalíptica.
El viento ululaba en los pasillos desiertos de la ciudad, llevando consigo un eco de voces olvidadas y risas de locura. El lamento de un mundo caído resonaba en los oídos de Christa mientras avanzaba, su corazón latiendo alarmado y su mano acariciando la empuñadura de su daga.
Entonces comenzó a escuchar una canción.
En una esquina apenas acariciada por los tenues rayos del sol, se encontró con una escena típica de las ciudades del Páramo, pero no por eso menos macabra. Un grupo de esclavos, desnutridos y despojados de toda dignidad, cantaban y bailaban para los capas negras. Los soldados reían, bebían y comían, pero también motivaban a los esclavos para que hicieran un espectáculo más divertido. Algunos recibían latigazos y otros eran pinchados con las espadas. Los esclavos más viejos sonreían con sus bocas carentes de dientes y los más jóvenes hacían caras tontas para entretener a sus amos.
La Caravana de la Muerte se había vuelto popular entre los capas negras. Cuidar de los esclavos y protegerlos de los peligros del Páramo era una tarea aburrida, así que habían inventado un juego para divertirse. Al Consejo Nacional solo le interesaba que los esclavos trabajasen y tuviesen con buenos resultados, si en el proceso morían unos cuantos, no era algo a lo que dar importancia. Respaldados por las autoridades del país, la Guardia del Páramo era una máquina armada y violenta con libertad para actuar en nombre del Consejo Nacional.
Christa se detuvo, los puños apretados por la impotencia, y los leones gruñeron como si compartiesen la indignación de su ama. Miraba hacia otro lado porque era consciente de su propia debilidad. En el Páramo, los atrevimientos se castigaban con dureza, no había espacio para la compasión ni las segundas oportunidades. Aun así, era difícil ignorar el dolor de otra persona y quedarse de brazos cruzados, pero Christa, egoísta e impredecible, era capaz de aguantar.
—¿Qué pasa contigo que tanto miras? ¿Te quieres unir a ellos? —preguntó uno de los soldados con el ceño fruncido y la nariz arrugada. Tenía restos de hiedra roja en las manos.
La cazadora reprimió el impulso de voltearse hacia el capa negra y enfrentarlo. Una imagen en su mente siendo asesinada por el soldado le hizo agachar la mirada y morderse el labio.
—Oye, no saldrá nada bueno si nos metemos con ella —gruñó el veterano y luego se giró hacia Christa—. Vete de aquí, forastera. Sigue tu camino y haz como si no has visto nada.
Sin devolverle la palabra, Christa obedeció y continuó avanzando por la triste calle, acariciada por los últimos rayos del sol antes de que cayera otra larga noche.
Por fin los cantos y aullidos de dolor quedaron atrás. Se detuvo y miró hacia el suelo, carcomida por la frustración. El día a día de su gente en Lëxius no debía ser tan distinto al de los esclavos del Páramo. Tenía la esperanza de que las filas de la Legión no fuesen tan salvajes e inhumanas como las de la Guardia del Páramo, pero tampoco hacía las cosas más fáciles de digerir.
El momento de culpa y ansiedad fue interrumpido por un ruido proveniente de uno de los edificios que se hallaba en lo que antaño fue una gran plaza. Christa levantó la mirada y se encontró con los resquicios de un templo. Tenía una gran pared exterior que actuaba como perímetro de protección, una entrada flanqueada por dos grandes pilares de al menos cinco metros, y la fachada decorada con frisos y relieves.
El corazón de la cazadora comenzó a latir deprisa y corrió hacia uno de los callejones más cercanos para esconderse. Pensaba que los adoradores de Sett estaban lejos, aún en el Desierto de Zahín. Entonces, ¿qué hacía un grupo de oradores en un templo de Sett en ruinas?
Una vez en el callejón, Christa comenzó a escuchar unos gemidos. Giró la mirada hacia el interior del callejón, y con los últimos resquicios de luz, vio a una pareja de sectarios en una situación íntima de placer y morbosidad. Loki y Kaia se abalanzaron enseguida hacia los humanos, reprimiéndolos con sus poderosas fauces. Los gritos se hicieron notar y, del otro extremo del callejón, apareció otro adorador de Sett.
—¡La chica está aquí! —anunció a todo pulmón.
La cazadora se giró vertiginosa y de las ruinas del antiguo templo vio emerger un grupo de fanáticos entregados a la locura y la desesperación. Llevaban harapos oscuros y ensangrentados, sus rostros ocultos tras máscaras grotescas y sus cuerpos marcados por cicatrices y tatuajes rituales.
Los adoradores de Sett avanzaron hacia Christa imbuidos en un peligroso frenesí. El líder del grupo, un hombre grande y con la mirada enrojecida por la obsesión, sostenía un cuchillo oxidado que manaba sangre, mientras sus seguidores lo rodeaban con la promesa de un éxtasis divino.
—¡Tráiganme a la chica! —rugió el hombre.
Christa se estremeció al ver el brillo fanático en sus ojos, una devoción retorcida que los había convertido en monstruos. Sus palabras eran incoherentes, llenas de condenaciones y promesas de salvación. Nadaban en un pozo inagotable de locura. La religión había tomado el control de sus vidas y la única palabra que aceptaban como verdad era la de Archeron.
Sin dudarlo, la cazadora echó a correr hacia el otro extremo del callejón, sus leones siguiéndola de cerca. El adorador que la esperaba hizo una maniobra para agarrarla de la cintura, pero a cambio recibió dos zarpazos letales. Christa continuó sin mirar atrás y los gritos se desvanecían poco a poco, pero la persecución no había hecho más que comenzar. Alentados por promesas retorcidas y macabras, los adoradores de Sett se lanzaron tras Christa sin importar lo que pudiese suceder.
Pronto la persecución se convirtió en una danza frenética a través de las ruinas, donde la desesperación de Christa solo era igualada por el fanatismo de sus perseguidores. Los últimos atisbos del sol rojo se cernían sobre ellos como un testigo mudo de la carrera que tenía lugar en una isla desolada y abandonada por la humanidad.
Los fanáticos condujeron a Christa a una plazuela y la rodearon allí, donde no había escapatoria. Los leones rugieron con ferocidad y los adoradores de Sett dudaron si avanzar o detenerse. Christa se volvió hacia ellos, sus ojos azules destellando con una mezcla de rabia y miedo. Iba a ser una masacre, una de la que su manada podía salir mal parada. Vio a la muchedumbre religiosa. En su mayoría estaba conformada por pobres hombres pisoteados por la vida. Habían entregado sus vidas a un propósito mayor y no tenían miedo de morir atacados por un león.
El líder del grupo avanzó con determinación, sus ojos inyectados en sangre devorando a Christa. La locura podía sentirse en el ambiente, podía respirarse como si fuera polen infestado por la demencia. Christa y el adorador de Sett intercambiaron miradas en un momento que se alargó en una tensa quietud hasta que el hombre corrió la vista. Furioso por haber perdido, alzó el cuchillo oxidado y arremetió contra Christa.
De repente, un grito agudo se elevó por encima del caos. El mismo hombre que había comenzado a correr acababa de caer al suelo con dos cuchillos clavados en su pecho. El resto de los seguidores, golpeados por el repentino asesinato del líder, retrocedió. Christa miró a su alrededor, buscando al causante de la inesperada interrupción.
Fue entonces cuando encontró a un hombre encapuchado posado en el balcón a medio caer de un edificio en ruinas. Con un gesto de mano, le indicó a Christa que corrieran hacia la callejuela y entonces lanzó una botella de vidrio.
Los leones abrieron el paso y Christa salió disparada hacia la callejuela que estaba al otro lado de la plazuela, dejando atrás al grupo de fanáticos. Las llamas comenzaron a propagarse y pronto alcanzaron a las primeras víctimas.
CAPÍTULO II
La noche cayó sobre el Páramo como un manto de oscuridad, tejiendo sombras en cada esquina de las ruinas. Christa y sus leones habían encontrado refugio temporal en un edificio en mal estado, aunque lo suficientemente alto como para ofrecer una visión panorámica de su entorno. Desde allí, observaban silenciosos la actividad de los adoradores de Sett dispersos por las calles, como hormigas enloquecidas en busca del enemigo de la colmena. La brisa nocturna, fría y cargada de humedad, siseaba entre las ruinas, trayendo consigo el inconfundible olor a ceniza quemada y a tierra reseca que impregnaba el Páramo.
Christa se sentó en un rincón oscuro, mientras sus leones descansaban cerca de ella. A pesar de que la persecución de los fanáticos religiosos había sido interrumpida por el encapuchado misterioso, sabía que no estaban a salvo. Los adoradores de Sett le habían seguido desde el Desierto de Zahín, en el extremo oriente del Páramo.
Los adoradores de Sett creían que Christa era la chica de la profecía que salvaría el Páramo. Al principio, se habían mostrado amables y comprensivos, pero a medida que Christa se negaba a sus peticiones comenzaron a ser más agresivos, violentos e intolerantes. Todo empeoró cuando Christa decidió huir. En un momento pensó que ese grupo de lunáticos le ayudaría, pero terminó metiendo la pata hasta el fondo.
Tenía razones de sobra para desconfiar de cualquiera que quisiera ayudarle, incluso del misterioso encapuchado que había intervenido en el momento más conveniente. ¿Quién era y por qué le había ayudado? El Páramo estaba repleto de gente egoísta y traicionera, todos buscaban su propio beneficio y la humanidad carecía de valor.
De repente, Loki se levantó y se aproximó hacia la única entrada como interponiéndose entre su ama y alguien más.
—Un momento, no soy enemigo —dijo una voz masculina proveniente de la oscuridad. La figura encapuchada dio un paso y permitió que las tenues llamas de la fogata revelaran su rostro—. Mi nombre es Soren Blackthorn, alguien que te puede ayudar a escapar del Páramo.
Las llamas revelaron a un hombre de piel morena y cabello negro, ataviado con un grueso abrigo gris oscuro que le protegía del sol, las cenizas y la arena. Tenía unos intimidantes ojos amarillos y una cicatriz cruzaba su nariz de mejilla a mejilla. Un mentón cuadrado y una quijada definida le daban el aspecto de un hombre duro que, sumado a sus casi dos metros de altura, sugerían mantener una distancia prudente. En su espalda colgaba un gran arco de madera, aunque no llevaba ningún carcaj.
—Ayudarme, ¿por qué? —preguntó Christa con el ceño fruncido.
—Me han quitado algo muy valioso y quiero regresarles el favor —respondió Soren, tajante—. He cazado en las Cumbres Rojas y en el Desierto de Zahín, conozco el Páramo mejor que ningún otro cazador. Quiero mi venganza y tú necesitas aliados. ¿Por qué no trabajar juntos?
—Porque no confío en ti —contestó la cazadora sin tapujos—. Ya crucé el Desierto de Zahín, puedo escapar del Páramo sin tu ayuda.
Soren soltó una risa provocativa como queriendo burlarse de los logros de Christa.
—Eso es porque los capas negras no se han metido contigo, pero eso está a punto de cambiar. Los conservadores del Consejo Nacional no son capaces de resistir la presión de Archeron. Es cuestión de tiempo para que la religión termine dominando el sistema político del Páramo —dijo Soren, dirigiendo miradas nerviosas a Loki—. No sé cuándo, pero pronto se votará la fusión entre la Capilla de Sett y el Consejo Nacional.
—¿Y cómo es que sabes todo esto? —preguntó Christa, desconfiada.
—No soy un forastero, conozco el Páramo y sé dónde enterarme de cosas —alardeó Soren—. Puedes creerme o no, pero apuesto a que tendrás un camino mucho más difícil. Los capas negras no son un enemigo con el que puedes lidiar sin ayuda. Conmigo tendrás más probabilidades de huir con vida en vez de terminar en una Caravana de la Muerte.
—Entonces, has decidido arriesgar tu vida ayudándome a escapar de los adoradores de Sett porque crees que, si escapo del Páramo, los estarás jodiendo —resumió Christa mientras las llamas de la fogata crepitaban—. Confiar en tus buenas intenciones es arriesgado, pero es cierto que me vendría bien un poco de ayuda.
Soren dio un paso hacia delante, sonriendo como si hubiese ganado algo, y Loki gruñó sin intenciones de dejar pasar al cazador. El hombre y la bestia intercambiaron miradas, dejando en claro sus voluntades.
—¿Puedes decirle a tu mascota que me deje de gruñir?
—Quédate donde estás y no te gruñirá —respondió la cazadora—. Vigilan por mí y atacarán a cualquier desconocido. Si quieres ayudarme a salir del Páramo, ve acostumbrándote a mis chicos.
—Que así sea —se limitó a decir y tomó asiento en el suelo—. Antes de discutir la ruta que seguiremos hagamos un resumen de lo que sabemos. ¿Por qué los adoradores te persiguen?
—Están locos, no necesitan una razón. —Christa blanqueó los ojos al notar que Soren estaba insatisfecho con la respuesta—. Creen que soy la chica de la profecía, la que salvará al Páramo de la devastación.
—¿Y por qué creen todo eso?
—Para tener tanta calle conoces poco de la religión local —se burló Christa, disfrutando la vergüenza de Soren en su rostro—. Es por el color de mi cabello. Fueron ellos quienes me encontraron en el Desierto de Zahín, así que irónicamente les debo mi vida. Trataron mis heridas y me alimentaron, pero las cosas empezaron a ponerse… raras, así que hui.
—Debe haber algo más… Los adoradores de Sett simplemente no atraviesan el Desierto de Zahín por una chica de pelo blanco, sino habrían perseguido a todas las forasteras albinas que visitaron el Páramo —comentó Soren con pose pensativa, intentando armar el rompecabezas.
—Eso no lo sabía, aunque tampoco considero que sea relevante. Lo único que me importa es encontrar la manera de escapar del Páramo —sentenció Christa—. Estoy pensando en ir a las Costas Occidentales, más allá de las Cumbres Rojas. Escuché que ahí los adoradores de Sett no tienen tanta influencia.
—Es cierto que los adoradores de Sett no tienen tanta influencia en las ruinas de la costa, pero los capas negras sí. Tardaremos dos semanas en llegar y es probable que la Guardia Neutral rompa su neutralidad hacia ti. —Soren sacó un mapa y lo colocó en el suelo. La isla en forma de papa estaba dividida en dos grandes regiones: el Desierto de Zahín, hacia el este, y las Cumbres Rojas, hacia el oeste. Umbría, la capital del Páramo, se hallaba justo en la mitad, donde convergían los afluentes del río Nissa—. Estamos en tierras llanas, en la transición entre el desierto y las montañas, por lo que nos será fácil acceder al río y colarnos en un barco. Estaremos en la costa en un par de días.
—Sí, pero el puerto más cercano está en las ruinas de Puerto Arena. El camino estará infestado de mutantes y bandidos, es más seguro desviarnos hacia el sur y luego hacia el oeste.
—Hay formas de evitar a los mutantes —dijo Soren—. Si nos movemos de día estaremos a salvo, eso te lo aseguro.
—Bueno, ya veremos. ¿Te la vas a jugar con la guardia de esta noche? —preguntó Christa con una sonrisa difícil de descifrar, una combinación entre burla y provocación.
—Bien. Aprovecha de descansar porque mañana no nos detendremos por nada del mundo.
CAPÍTULO III
La penumbra envolvía el edificio en ruinas como un manto oscuro mientras Christa y Soren se preparaban para partir. Habían reunido sus pertenencias, no eran demasiadas, y Soren sostenía un paquete envuelto en una lona raída. Christa ajustaba las correas de su mochila con la vista fija en la nada.
—No tomaremos el camino de Puerto Arenas, seguiremos mi ruta inicial —determinó la cazadora sin reparar en su nuevo compañero.
El cazador solitario frunció el ceño y miró a Christa con desaprobación.
—Ese camino es demasiado largo, Christa —respondió Soren, su voz ronca y cautelosa—. Ya te dije que hay formas de evitar a los mutantes. No quieres enfrentar a los capas negras y a los adoradores de Sett al mismo tiempo, eso es un suicidio.
—Si quieres ayudarme, lo harás bajo mis condiciones. Crucé el Desierto de Zahín sin ayuda de nadie y hasta ahora me ha ido bastante bien —aseguró Christa—. Usaremos la ruta segura para llegar a la Costa Occidental, punto.
La cazadora advirtió el gesto de disgusto de Soren, pero no le importaba. Él se había ofrecido a ayudar, nadie lo estaba obligando.
—Como quieras —gruñó Soren y luego desplegó el paquete sobre el suelo—. Tu equipo está demasiado viejo, usa este.
El paquete contenía un nuevo equipo de viaje que constaba en una gruesa capa que ofrecía protección contra la ceniza y la arena, una máscara de gases, una linterna, baterías recargables, un cuchillo afilado y un mapa detallado de la región. Christa observó los objetos con agradecimiento, aunque solo recibió la máscara y las baterías puesto que contaba con todo lo demás.
—Esta capa que llevo puesta me protege de ceniza, arena, balas y puñaladas —dijo Christa—, aunque agradezco tu gesto.
—Si así lo prefieres. —Soren guardó la capa, la linterna y el mapa en el paquete de tela—. Recuerda que la clave para sobrevivir es ser prudente. Lo digo porque te he estado vigilando un tiempo y sueles meterte en problemas.
Christa retiró una botella de agua desde el interior de la capa, la abrió y le dio de beber a Kaia, mientras le acariciaba por detrás de las orejas.
—¿Te has refrescado? —Kaia acarició a su ama con la cabeza, ronroneando como un gatito doméstico—. Agradezco tu consejo y ayuda, Soren, pero no soy ninguna novata en supervivencia.
—Si tú lo dices…
Christa, Soren y los leones abandonaron el edificio antes de que el sol comenzara a asomarse en el horizonte. Caminaron en fila india con Soren liderando el camino y el resto siguiéndole de cerca. Dejaban atrás las ruinas infestadas de adoradores de Sett, aunque sabían que no se los sacarían de encima tan fácil.
—Los mutantes son impredecibles —dijo Soren de repente con su voz lúgubre—. A veces son criaturas sedientas de sangre, pero otras simplemente tratan de sobrevivir. Nunca sabes cuándo te enfrentarás a uno u otro.
La cazadora solo los había visto desde lejos, evitándolos siempre que pudiera. Algunos conservaban figuras humanoides, pero otros carecían de rasgos humanos y se habían entregado a la bestialidad. Los mutantes eran un misterio que nadie se atrevía a resolver. Algunos esclavos, los más viejos, contaban que habían nacido de la ceniza y la arena; otros, pensaban que eran hombres maldecidos por Sett. No había ninguna respuesta certera sobre el origen de los mutantes, comenzaron a aparecer poco tiempo después del Colapso.
—Y si nos encontramos con un grupo de bandidos —continuó Soren—, no podemos darles la oportunidad de acercarse. Son violentos y no dudarán en atacarnos si nos ven como presas fáciles.
Christa asintió, mostrándose de acuerdo con Soren.
El cazador soltaba consejos de vez en cuando, tratando a Christa como una niña pequeña, una inexperta en el arte de la supervivencia. Avanzaban con ritmo constante y solo se detenían cuando los pies estaban agotados y dolían. Kaia era la única que parecía disfrutar del camino, revoloteando de allá para acá con su actitud alegre e inocente. Era la cachorra más adorable, juguetona y fiel del mundo. Christa usaba gran parte de sus recursos en darles comida a ella y a su hermano mayor, Loki, muchas veces limitándose a sí misma. Conseguir comida en el Páramo era todo un desafío, aunque Christa comenzaba a cogerle el truco.
—¿Hace cuánto que tienes a los leones? —preguntó de repente Soren.
—Loki y Kaia han estado conmigo desde que los rescaté hace unos cuatro o cinco años, más o menos —contestó Christa, orgullosa de sus mascotas—. A diferencia de los humanos, son criaturas nobles y leales que han arriesgado sus vidas por mí. Son mi única familia.
Soren soltó una sonrisa, mezcla de nostalgia y rabia. La cazadora reparó en la expresión del cazador, intentando descifrarla.
—Mi familia… —comenzó Soren, su voz quebrándose ligeramente—. Los seguidores de Sett pagarán por lo que hicieron.
A pesar de que la capucha ocultaba el rostro de Soren, Christa podía sentir la pesadez de su dolor. Últimamente se había vuelto más receptiva a las emociones de los demás y también sufría de extrañas visiones. Como sea, Christa entendía el dolor de perder a la familia. La pérdida dejaba una profunda herida que jamás terminaría de cicatrizar.
—Lo siento —murmuró Christa, asumiendo que esos lunáticos habían asesinado a la familia del cazador.
Soren asintió, agradeciendo en silencio la comprensión de su protegida, y continuó avanzando en medio del desierto, acercándose a un destino incierto y peligroso.
El cazador continuó con las lecciones, ahora enfocándose en las tácticas de rastreo y caza. Cada tantos metros se detenían a identificar las huellas en la arena, señales sutiles en la escasa vegetación y otros indicios de vida animal o humana cerca. Christa era buena cazando, pero se encontraba lejos del bosque y el desierto era un ecosistema ajeno a ella. Sin embargo, sus conocimientos previos le permitieron desarrollar con facilidad y rapidez un ojo capaz de identificar las huellas de un mutante, restos de carbón vegetal e indicios de agua.
—Los recursos son escasos en el Páramo —advirtió Soren—. Cada bala, cada gota de agua, cuenta. Debes aprender a conservar y utilizar tus suministros con sabiduría y prudencia. No sé cómo es el mundo fuera del Páramo, pero lo que te estoy enseñando te será útil en la vida.
—¿Por qué me enseñas todo esto? —preguntó Christa, curiosa.
—Es una buena pregunta —se limitó a decir Soren y continuó avanzando.
La noche cayó sobre ellos al cabo de unas horas y Soren prohibió encender ninguna linterna hasta llegar a un lugar seguro, puesto que, en medio del desierto, encontrándose tan expuestos, serían presa fácil para los mutantes. Christa se vio obligada a aguzar la mirada y pisar con firmeza para no caer.
La luz roja de la luna reveló la presencia de una antigua ruina aislada del resto de civilización. La estructura, una vez majestuosa, se alzaba como un recordatorio silencioso de los tiempos pasados, ahora envuelta en misterio y desolación.
Ante ellos se extendía una fachada de piedra caracterizada por una gran entrada rodeada por dos pilares. Christa corrió la yema de sus dedos por la puerta de madera gastada por el tiempo, removiendo sutilmente el polvo acumulado en años.
El interior de la antigua ruina estaba envuelto en sombras ancestrales, una densa oscuridad que parecía devorar la luz emitida por la linterna de Soren. Christa exploraba la sala central con cuidado, sus dedos deslizándose sobre las paredes marcadas por siglos de historia perdida. Las paredes, cubiertas de símbolos e inscripciones, se alzaban como guardianes mudos. Los pilares carcomidos por el tiempo sostenían el peso de la estructura con una dignidad marchita. En los rincones y en el suelo, artefactos rituales yacían en silencio, testigos de ceremonias olvidadas.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Christa con el ceño fruncido.
En una esquina, la cazadora descubrió una pila de libros, algunos en estado deplorable, y otros que habían conseguido resistir el paso del tiempo. Cogió uno y lo abrió con la misma suavidad que una madre trata a su bebé. Encendió su linterna, la sostuvo en la boca e iluminó las páginas del libro. Se trataba de un códice, uno bastante antiguo. No entendía el idioma escrito, pero las imágenes eran reveladoras: era un libro dedicado a Sett, el dios serpiente.
—Estas ruinas… Creo que solían ser un lugar de adoración para los seguidores de Sett. Mira, encontré esto —dijo Soren, enseñando un amuleto con una serpiente enroscada—. Antiguamente, la Capilla de Sett no tenía tanto poder ni influencia. La gente del Páramo creía en la ciencia y en la filosofía más que en la religión y cuestiones místicas. Sin embargo, el Colapso destrozó la cultura de mi pueblo y la religión tomó fuerza.
Christa frunció el ceño mientras examinaba el antiguo códice que sostenía en sus manos, incapaz de comprender las palabras grabadas en las páginas amarillas.
—Estas páginas parecen estar llenas de secretos —susurró Christa, mientras sus ojos recorrían las ilustraciones.
—Los secretos son los que mantienen viva la Capilla de Sett —afirmó Soren.
—¿Y en qué crees tú, Soren?
—Yo… Bien, debo confesarte que también creo en Sett, pero no formo parte de la Capilla. Mis padres me inculcaron esta creencia y desde entonces, cada vez que necesito orar, pienso en Sett.
La cazadora le dedicó una mirada recelosa.
—¿Y no sabías lo de la profecía? Raro.
—No sé, lo de la profecía es nuevo para mí. La Capilla de Sett nunca ha sido una religión que centra su fe en profecías y héroes salvadores —dijo Soren con gesto pensativo—. Como sea, deberíamos pasar la noche aquí en vez de arriesgarnos en la intemperie.
—Vaya, por fin estamos de acuerdo en algo —respondió la cazadora, guardando el libro en su capa mágica, y fue entonces que se percató de algo—. ¿Qué es esto…?
En el suelo, junto a los libros, había un dispositivo de metal y plástico en forma de disco. Era ligero y tenía los bordes erosionados por el paso del tiempo. Tenía un código de seis letras grabado en la parte superior. En su viaje por el Desierto de Zahín nunca había visto algo así, por lo que lo guardó junto al libro.
Los latidos del tiempo se desvanecieron en la penumbra de las ruinas, y el silencio se convirtió en su única compañía. Christa estaba acurrucada en un rincón, apoyada en Loki mientras acariciaba a Kaia. Pero, de repente, como un eco proveniente desde el abismo, comenzaron a escucharse sonidos inquietantes desde el exterior. Un aullido desgarrador, una risa demencial y el arrastrar de algo inhumano.
Christa y Soren intercambiaron miradas llenas de temor y asombro. Los sonidos se volvían cada vez más claros, más cercanos. Ninguno de los dos quería hacer ruido. Podían palpar la tensión en la sala con cada segundo que pasaba, sus corazones latiendo al unísono en un compás de ansiedad.
Fue entonces que un grito perforó la oscuridad de la ruina, un grito agudo y angustiado, el aullido de una mujer en peligro. La voz se extendió como una maldición, una advertencia que resonó en la habitación en ruinas: los mutantes estaban cerca.
CAPÍTULO IV
Christa se acercó a una de las ventanas rotas, tratando de escudriñar la oscuridad que se cernía más allá de las ruinas. Soren, sentado en un rincón, vigilaba la entrada principal, su mano descansando sobre la empuñadura de su cuchillo. Loki y Kaia, tensos pero alertas, aguardaban escondidos cerca de las murallas para emboscar cualquier amenaza.
Las luces se acercaban, una multitud de lucecitas titilantes se aproximaban poco a poco. Un grupo de refugiados aterrorizados corría hacia las ruinas en busca de auxilio. Pronto, los gritos se convirtieron en una cacofonía de súplicas, sollozos y dolor.
—Tenemos que irnos —dijo Soren—. Rápido.
Christa negó con la cabeza, manteniendo su determinación mientras se movía rauda entre las sombras.
—No, nos quedaremos y defenderemos este lugar —respondió con firmeza—. Afuera estaremos igual de expuestos, si no más.
Soren frunció el ceño ante la negativa de Christa.
—¿Realmente crees eso? Los mutantes estarán ocupados con los refugiados. Tenemos tiempo para escapar y encontrar un lugar más seguro.
Christa dio un paso firme hacia Soren, clavándole una mirada de desaprobación.
—Escucha, si deseas huir y arriesgar tu vida allá fuera, eres libre de hacerlo. Hasta donde yo sé, nunca te forcé a estar conmigo ni has jurado servirme —lo reprendió—. ¿De verdad esperas que confíe en alguien que usa a otros como carnada? Tómate un tiempo para reflexionar mientras me ayudas a asegurar las ventanas.
Soren intentó hacer frente a la mirada de Christa, pero las advertencias sobre los von Steinhell resultaron ser ciertas. En sus ojos había algo oscuro con lo que no había que jugar, algo peligroso. Frustrado, guardó silencio y comenzó a buscar restos de madera y escombros.
La mitad de la capilla estaba en ruinas, así que había que proteger solo unas pocas ventanas. Sin embargo, había un pequeño problema en la segunda planta. El paso estaba bloqueado, pero quizás un mutante pequeño podría pasar y dar problemas. Al menos las escaleras hacia la cripta estaban destruidas y era imposible que algo pudiera colarse por ahí. El verdadero problemón estaba en el acceso principal, una doble puerta alta y ancha hecha de madera y revestida en acero. Era difícil cerrarla por la fuerza y hacía falta material para hacer una buena barricada.
Christa tenía un mal presentimiento, pero de cierta forma le tranquilizaba ver a Kaia llevándole tablas a Soren, quien callado y con el ceño fruncido sellaba las ventanas. Las recibía sin darle las gracias, limitado a un gesto con la cabeza. Kaia, sin prestarle importancia a la actitud del cazador, regresaba juguetona a buscar otro trozo de madera.
Dejó de contemplar a su cachorra y se propuso elaborar unas bombas con las botellas de aceite que había visto. Utilizó la tela de una vieja cortina para crear una trampa colgante. En el momento adecuado levantaría un muro de fuego que mantendría a raya a los monstruos.
Fue entonces que un escalofrío recorrió su espalda. Sintió una presencia que acechaba desde las sombras y entonces una imagen difusa y aterradora sacudió su cabeza. Algo andaba mal. Se dio la vuelta justo a tiempo para ver a una bestia con el rostro de un bebé sonriente, el cuerpo de una oruga y cientos de patas, caminando por el techo directo hacia ellos.
—¡¿Qué mierda es eso?! —exclamó Christa, sacando un arco corto y cargando una flecha ardiente.
Soren, al ver la amenaza inminente, empuñó un detallado arco largo de madera y entonces hizo el gesto de tensar la cuerda. De inmediato apareció una flecha luminosa y chispeante. Loki y Kaia se prepararon para el enfrentamiento, sus colas erizadas indicando su disposición para defender a su dueña.
Christa, conteniendo el miedo y la ansiedad, se apresuró en disparar. La flecha ardiente impactó en el abdomen de la criatura mutante, pero apenas se inmutó. Emitió un chirrido agudo y se arrojó hacia ellos con una velocidad sorprendente para tener el tamaño de una vaca, cayendo entre los reclinatorios de la sala. La bestia, con su grotesca apariencia y su piel viscosa, apestaba a una mezcla de productos químicos rancios y carne en descomposición. Sus múltiples patas crujieron en el suelo de madera, llenando el aire de un sonido desagradable.
El bebé-oruga se lanzó hacia Christa con una velocidad asombrosa. Soren, con la seguridad de un veterano, apuntó y disparó. Un destello atravesó la sala y golpeó al monstruo, perforando su cuerpo repugnante y grasiento. La flecha quedó incrustada y llamas azules comenzaron a propagarse por el dorso de la bestia. Un grito estridente llenó la capilla mientras la criatura se retorcía en agonía. La sangre ácida que salpicaba la bestia quemaba la madera que alcanzaba, haciendo retroceder a Christa y a sus leones.
Sin perder el tiempo, la cazadora apuró una segunda flecha y disparó al ojo. La criatura dejó de moverse y quedó inerte en el suelo, su sonrisa retorcida aún en su rostro.
—Gracias —dijo Christa, la mirada puesta en Soren—. Eso ha estado cerca.
El cazador asintió con gesto distante y serio. Kaia y Loki, por otra parte, se acercaron a la criatura muerta, evitando el ácido y olfateándola con precaución antes de retroceder, como si quisieran confirmar que había muerto de verdad. Parecían estar igual de perturbados por la criatura mutante que su dueña.
Con la amenaza momentáneamente disipada, Christa miró hacia la entrada principal donde habían dejado pendiente la barricada. El verdadero desafío estaba por venir. La caravana de refugiados se acercaba a las ruinas, trayendo consigo la muerte.
—Muevan el cadáver a la barricada, de alguna manera molestará a los mutantes que querrán entrar por la puerta —ordenó Christa a sus leones, los que obedecieron de inmediato. Era una estrategia inteligente, pero no garantizaba su seguridad.
A medida que el mutante sin vida bloqueaba parte de la entrada, los sonidos de los refugiados se volvían más audibles. Gritos y sollozos de voces desesperadas llenaban el aire nocturno.
Christa miró a Soren, preocupada. Su compañero había mostrado ser despiadado pero leal a su palabra. La había protegido cuando su vida corrió peligro frente a la oruga-bebé.
—Esto se pondrá feo, ¿lo sabes? —comentó Christa, dirigiendo su mirada hacia la multitud que se acercaba rápidamente—. Si no les ayudamos, muchos de ellos morirán.
Soren asintió, sin apartar la vista de la entrada.
—Puedo soportarlo. En el Páramo no podemos salvarlos a todos.
Christa frunció el ceño, en conflicto entre su deseo de mostrar un ápice de humanidad y la brutal realidad del Páramo. Sabía que no podían salvar a todos, pero tampoco era fácil simplemente dar la espalda a quien estaba a puertas de la muerte.
—Al menos intentemos darles una oportunidad —dijo Christa con voz firme—. Ayudemos a los más que podamos sin exponernos demasiado. El resto… Bueno, tendremos que enfrentarlo.
Soren asintió nuevamente, aprobando las palabras de Christa. En silencio ayudó a mover algunas de las barricadas para crear un espacio por donde los refugiados pudieran entrar. Kaia y Loki se mantenían alertas, sus oídos captando cada sonido que se acercaba.
De no ser por la barricada los refugiados habrían entrado desaforados a la capilla, pero sorprendentemente lo hicieron de manera ordenada. Las ruinas pronto se llenaron de un aire pesado y tenso mientras los últimos miembros de la caravana entraban. Los rostros de los recién llegados reflejaban el agotamiento y el miedo que acababan de enfrentar.
Un hombre, con cabello entrecano y una barba descuidada, tenía una expresión de profunda preocupación en su rostro. Su ropa estaba desgarrada y manchada de polvo. Iba acompañado de una mujer de cabello castaño y líneas de cansancio bien marcadas en su rostro, cojeaba ligeramente al caminar. Una venda improvisada cubría su pierna herida y se apoyaba en su esposo para mantener el equilibrio. A pesar de su debilidad, no se veía como una mujer derrotada, sino como alguien dispuesta a luchar hasta el final por la seguridad de su familia.
—Gracias, de verdad —dijo el hombre con voz temblorosa—. No sabemos cómo agradecerte por permitirnos refugiarnos aquí.
Christa se apresuró en volver a colocar las barricadas como estaban.
—No hay tiempo para agradecimientos. Esta no es una fortaleza segura y si queremos sobrevivir, debemos trabajar juntos.
—Los mutantes están cerca, prepárate —dijo Soren, molesto y se giró hacia los líderes de la caravana—. Siéntanse afortunados por haber llegado antes que ellos.
—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Cómo podemos defendernos? —preguntó la mujer, buscando con la mirada un sitio donde descansar.
—Reúnan material incendiario, continúen reforzando las ventanas y prepárense para luchar —resumió Christa—. Esta noche cada uno peleará por su propia supervivencia.
La capilla en ruinas se convirtió en un refugio precario, una fortaleza improvisada, con la amenaza de los mutantes acechando en la oscuridad.
CAPÍTULO V
La tensión en la capilla era palpable. Los más asustadizos gritaron horrorizados cuando los mutantes se agolparon contra las puertas y ventanas, ansiosos por entrar y darse un festín. Los primeros embates retumbaron en la madera y el acero, sacudiendo la capilla en ruinas.
En su gran mayoría los mutantes eran criaturas grotescas, aunque cada uno tenía algo que lo diferenciaba de otro. Algunos tenían en común las extremidades largas y delgadas acabadas en garras afiladas que se asemejaban a las ramas retorcidas de un árbol marchito. Sus cuerpos velludos se movían impulsados por el hambre y ojos inyectados en sangre brillaban. También había otros con la piel putrefacta y los intestinos a la vista como si fueran zombis, pero estaban vivos. Sin embargo, el escalofrío más profundo lo causaban aquellos con caras sonrientes, rostros deformados en una eterna y macabra expresión de felicidad. Algunos tenían rostros envejecidos y otros presentaban rasgos femeninos en medio de su deformidad.
Christa y Soren no perdieron un segundo más y abrieron fuego contra la horda de mutantes. Se alternaban los disparos para que hubiera una cadencia sin descanso, eliminándolos de uno en uno. Sin embargo, como si de una plaga se tratase, los números no hacían más que aumentar y las municiones eran limitadas.
El sonido de huesos quebrándose y gruñidos agónicos llenaba el aire mientras las bajas enemigas crecían, pero la marea estaba lejos de detenerse. Con cada embestida, las defensas de la capilla cedían un poco más. Ni siquiera los cuerpos acumulados en la puerta principal eran suficientes para detener el avance de los mutantes.
—¡Las defensas no resistirán mucho más! —advirtió Christa, su voz cargada de ansiedad.
Soren gruñó y mantuvo tensa la cuerda invisible de su arco tal como lo había hecho antes. Disparó una poderosa flecha luminosa y chispeante que atravesó a tres mutantes y empujó a muchos otros más. Era un ataque impresionante, pero también agotador, y debía esperar antes de poder repetirlo.
—¡Que alguno de estos inútiles refuerce la entrada principal! —rugió el cazador, disparando sin descanso.
De pronto, la madera comenzó a crujir y la barricada retrocedía sutilmente. Christa y Soren intercambiaron miradas de horror cuando vieron el primer pie mutante dentro de la capilla. Uno de ellos consiguió entrar y se abalanzó salvaje sobre el refugiado más cercano, clavando sus largas garras en el dorso de su pobre víctima. El pánico se apoderó de la capilla y muchos de los refugiados intentaron buscar protección detrás de pilares y escombros, pero la realidad era despiadada: solo un arma los salvaría, en el Páramo no había espacio para cobardes.
Christa, temiendo por lo que sucedería, activó la trampa que había preparado. Un muro de fuego estalló en la entrada principal, repeliendo a algunos mutantes y creando una barrera ardiente que les impedía avanzar. El olor a carne chamuscada invadió la capilla y pronto el humo se comenzó a extender hacia todos lados, quemando la nariz y los ojos.
—El fuego no los detendrá, encontrarán la manera de entrar —dijo Soren después de eliminar al último mutante que se había colado—. Ahora debemos preocuparnos del humo también.
—El humo terminará filtrándose por las grietas de las murallas y las ventanas —aseguró la cazadora, verificando con la mirada su teoría—. ¿Qué hacemos ahora?
Los líderes de la caravana sostenían temblorosos sus rudimentarias armas. Ninguno de los refugiados portaba un fusil, a lo más arcos viejos y espadas medio oxidadas. Los más afortunados empuñaban lanzas improvisadas, pero acabarían rotas luego de unas pocas cargas.
—Rezar para que las flechas no se nos acaben —gruñó Soren, echando una mirada a su alrededor.
Fue en ese momento que las ventanas empezaron a ceder bajo la presión de los mutantes. Las primeras tablas salieron disparadas, golpeando a unos pobres refugiados. Clavándose astillas y rasgándose la piel, los mutantes fueron entrando uno a uno por los espacios que estaban consiguiendo, dominados por una furia salvaje difícil de dimensionar.
Los gritos de los refugiados volvieron a resonar en la sala, mezclados con los chillidos y gruñidos de las bestias sedientas de sangre.
Loki y Kaia se enfrentaron a los primeros que consiguieron infiltrarse. Los colmillos y garras afiladas de los leones defendían ferozmente a su dueña. A pesar de recibir mordidas y arañazos, las mascotas de Christa mostraban una destreza impresionante en la batalla y poco a poco dominaban a los monstruos.
Soren, empuñando su misterioso arco, disparaba con una precisión letal. Derribaba mutantes uno tras otro, aunque parecían multiplicarse con la muerte. La trampa suponía impedir un ataque frontal, aunque no ardería eternamente.
Christa no imaginó la tenacidad de los mutantes ni las ansias que tenían por devorar la carne de los refugiados. Horrorizada, vio cómo las criaturas comenzaron a atravesar las llamas con tal de entrar a la capilla.
—¡Necesitaré ayuda en la entrada, Soren! —solicitó Christa, recargando su arco lo más rápido que podía.
Las ventanas crujían y se astillaban bajo la presión de los mutantes hasta que las defensas terminaron por ceder. Los refugiados se escabullían como ratas asustadizas, pero la muerte los acechaba desde cada rincón de la capilla. Con un rugido aterrador, un mutante con la piel estirada y múltiples heridas ensangrentadas se abalanzó sobre una madre indefensa que sostenía a su bebé en brazos. Sus garras se hundieron en la carne de la mujer mientras su hijo lloraba desconsoladamente. Otros mutantes se sumaron al festín y la capilla se llenó con el sonido de los gritos agonizantes y el hedor de la sangre fresca.
Christa apretó los dientes, sintiendo la impotencia y la rabia quemar en su interior. Sabía que no podía salvar a todos, era consciente de su propia debilidad, pero se estaba esforzando para reducir lo máximo posible el número de muertos. Era egoísta e individualista, pero no había dejado de ser humana. Era una lucha desesperada por la supervivencia en medio de un infierno caótico.
Una sensación con la que comenzaba a familiarizarse se apoderó de su cuerpo. Sintió la sed de sangre de la bestia que se abalanzaba sobre su espalda. Christa se giró y, para su sorpresa, el mutante recién se preparaba para el salto. La cazadora reaccionó con rapidez y esquivó la embestida, retiró la daga y se dispuso a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo.
La bestia volvió a atacar, utilizando sus largas garras para desgarrar la piel de su víctima. Sin embargo, los huesos del mutante eran imposibles de superar la armadura que protegía a Christa. La cazadora aprovechó la guardia baja de la criatura y atravesó su pecho con el puñal.
Con el corazón latiendo con fuerza y el sudor empapando su rostro, Christa se preguntó si sobrevivirían a esa noche infernal. La verdadera lucha estaba por comenzar: el muro de fuego se había apagado y los mutantes tenían vía libre.
CAPÍTULO VI
Los mutantes entraban en la sala como fanáticos del caos, embravecidos por la sangre en el aire. Entre chillidos y gruñidos, se abalanzaban sobre los pobres refugiados escondidos inútilmente tras pilares y en rincones oscuros. Al darse cuenta de que la única opción era pelear, de que la salvación era tan falsa como la promesa de un nuevo amanecer, los desesperados hombres arremetieron contra los monstruos.
Lo que pudo ser un enfrentamiento reñido entre fuerzas opositoras pronto se convirtió en una masacre unidireccional. Los mutantes, más resistentes y fuertes que los refugiados, no retrocedían ante las armas improvisadas de sus víctimas. La sangre y la muerte los había vuelto loco, ya nada parecía indicar que se retirarían.
Christa disparaba cuan rápido le permitían sus manos cansadas y adoloridas. A diferencia de Soren, debía disparar varias veces al mismo objetivo para tumbarle. Ya había gastado más de la mitad de las flechas normales y era improbable que el resto bastasen para frenar la ola de monstruos. Si quería salir con vida y proteger a sus leones, tendría que darlo todo.
Metió la mano a uno de los bolsillos interiores de la capa y sacó un extraño artefacto, como mínimo llamativo. Christa sostuvo con firmeza la concha de un braquiópodo y apuntó hacia el frente, mirando con determinación a sus enemigos. Con un veloz y elegante movimiento de mano, roció de agua a unos cuantos mutantes. Inmediatamente después, disparó seis trombas eléctricas que atravesaron la sala en un segundo. La descarga eléctrica no bastó para matar a los monstruos, pero sí concedió una oportunidad para que los refugiados pudieran rematarlos. Con un solo movimiento había ganado algo de ventaja, no era demasiada, pero en esa situación cualquier ayuda era bien recibida.
Se giró bruscamente y barrió la sala con la mirada en busca de Loki. Estaba rodeado, conteniendo a tres mutantes con la habilidad de un guerrero curtido en combate. Sabiendo que estaría bien, corrió la vista y buscó a Kaia. La desesperación y la ansiedad comenzaron a subir cuando, por más que la buscaba, no la encontraba. Desconcentrándose de la batalla, empezó a moverse entre mutantes, refugiados y cadáveres. Esquivaba los ataques de los monstruos que intentaban acercarse y se alejaba deprisa.
¿Dónde estás?, eran las únicas palabras que acosaban su mente. La garganta le apretaba a medida que el mundo a su alrededor comenzaba a cerrarse. Los pensamientos negativos la bombardeaban sin un ápice de compasión, augurando lo peor.
Fue entonces que lo vio.
Sobresalía entre los demás mutantes y era despiadado incluso con los suyos, desgarrando a cualquiera que intentara acercarse a su presa. Era una criatura retorcida y encorvada de casi tres metros, con extremidades largas y delgadas que se asemejaban a las patas de una araña. Sus manos raquíticas acababan en garras semicurvas tan grandes como las de una bestia prehistórica.
—No… ¡Kaia! —gritó Christa, reaccionando sin ser consciente de sus propios movimientos.
Con los ojos llorosos y el pecho apretado, Christa silbó con un tono extrañamente armonioso en medio del caos, y disparó tres veces a la cabeza del monstruo. Una de las flechas impactó en el ojo, haciendo que la bestia chillase de dolor. Christa tomó la oportunidad y redujo la distancia que los separaba, la daga empuñada con fuerza y determinación.
Deslizó la fría hoja de la daga por los tendones de atrás de la rodilla y la bestia cayó, apoyada en una rodilla. Abandonó el flanco para capturar la atención del mutante al colocarse en frente, pero este solo guardaba atención a Kaia. La retorcida criatura abrió sus ensangrentadas fauces y se abalanzó hacia la leona. Christa reaccionó veloz y, ya habiendo cambiado el dial, hizo aparecer una nube negra que pronto dio forma a un escudo. La cazadora bloqueó el mordisco, pero el impacto le hizo caer.
Una imagen, de nuevo acompañada con una sensación de familiaridad, llegó a su cabeza. Como si se tratase de una premonición, se vio a sí misma apuñalada por el mutante y luego todo fue negro. Tras lo que pudo haber sido poco más de un segundo, Christa volvió en sí y vio desde el suelo el ataque del monstruo. Como si supiera exactamente lo que iba a hacer, la cazadora rodó por el suelo y esquivó las garras mortales del mutante.
—¡Ahora! —ordenó Christa.
Loki dio un potente salto y cayó sobre el pecho de la criatura, haciéndola caer. Como si fuera algo personal, el león usó la fuerza del rey de las bestias y, haciendo gala de un salvajismo natural, devoró el rostro de la criatura.
La cazadora se incorporó lo más deprisa que pudo y levantó la guardia. Un mutante del porte de un humano la embistió. Christa usó la fuerza de la criatura en su contra y dejó que se estampase contra el suelo para rematarlo con una puñalada en la nuca.
—¡Loki, saca a Kaia de aquí! —le ordenó a su león, guardando la daga para luego sacar y preparar su arco—. Protégela.
Loki abandonó el cuerpo de la criatura retorcida y se apresuró en cubrir la posición de su hermana para después llevársela a rastras a un lugar seguro.
El combate parecía estar llegando a su fin y no con un resultado esperanzador. Quedaban poco más de diez refugiados y entre los caídos se encontraba la esposa del líder de la caravana. La ola de monstruos se había detenido, pero había avanzado lo suficiente como para que sus daños fueran permanentes. Incluso Soren estaba retrocediendo por el interminable ataque de los mutantes.
Y como si no el panorama no fuera ya lo suficientemente desesperanzador, la criatura retorcida comenzó a levantarse de lo que debió haber sido su tumba. Una vez de pie, emitió un chirrido agudo mientras le colgaban trozos de piel roja de lo que le quedaba de cara.
—Estúpido monstruo —rugió Christa, preparándose para darle una muerte definitiva al mutante.
Tenía un plan. No había querido usar esa arma hasta ahora porque era demasiado peligroso, pero la situación le obligaba a hacer un todo o nada. Sin embargo, debía minimizar los daños e intentar no matar a los refugiados. Era su carta de victoria, una única jugada que decidiría el futuro.
El monstruo se abalanzó sobre Christa con movimientos torpes, obstaculizado por los cadáveres acumulados de mutantes y refugiados. La cazadora retrocedía ágilmente mientras disparaba, la piel de sus dedos desgarrándose por la cuerda del arco.
La criatura retorcida, impulsada por la sed de sangre, esprintó y alcanzó a Christa. El brazo golpeó a la cazadora como un látigo, lanzándola sin sutileza contra la pared. El mundo a su alrededor comenzaba a nublarse y el ruido de la masacre se había vuelto un zumbido distante. La cabeza le dolía y notó que un líquido viscoso le caía sobre el ojo. No podía mover el brazo izquierdo ni tenía las fuerzas para levantarse.
Fue entonces que el dolor llegó.
Christa soltó un alarido desgarrador, ahogado entre los chillidos de los mutantes y los llantos de los refugiados. Estaba sangrando y seguramente se había roto el brazo.
Debatió contra el cansancio y el dolor hasta que su consciencia regresó al combate. El monstruo se estaba acercando. Su mente se había superpuesto al dolor, pero su cuerpo no reaccionaba. Presa de la desesperación, Christa siguió intentándolo a medida que el mutante avanzaba, trozos de carne cayéndole de su destruido rostro.
De pronto, una luz acaparó la atención de todos los presentes en la sala. Lo siguiente fue un ruido devastador, como si se hubiese producido un trueno dentro de la capilla. Un rayo golpeó al monstruo y el color a carne chamuscada invadió el ambiente: Soren le había vuelto a salvar.
La cazadora aprovechó la oportunidad y, haciendo un intenso esfuerzo, se levantó y caminó lo más deprisa que pudo hacia las escaleras derruidas. Comenzó a subirlas poco a poco, luchando contra el deseo de tumbarse a descansar. Una vez en lo más alto de las escaleras, se giró y contempló por última vez el campo de batalla. Decenas de cadáveres yacían en el suelo ensangrentado, los últimos refugiados luchaban con sus mermadas fuerzas y eran arrinconados contra la pared. Soren había conseguido liquidar a los monstruos que intentaron ponerle fin a su vida y se encontraba descansando, apoyado en el muro. Loki y Kaia estaban lejos del centro de la sala, escondidos tras un pilar.
Christa retiró una pistola pequeña y de cañón simple de su capa mágica, empuñándola con determinación. Hizo los últimos cálculos visuales y entonces apuntó. Su dedo acarició un instante el gatillo y luego disparó al centro de la sala, donde se reunía la mayor cantidad de monstruos. Con un poco de suerte, los refugiados sobrevivirían.
Un potente fogonazo salió desprendido del pequeño cañón e impactó justo en el suelo. La explosión hizo retumbar las paredes de la capilla en ruinas y las llamas se expandieron furiosas, devorando todo lo que estuviera a su paso. El fuego se propagó como un violento virus, alcanzando la debilitada barricada y los asientos de madera restantes. La cúpula de energía a altas temperaturas aniquiló a los mutantes que se encontraban en el radio de alcance, pero también rostizó los cadáveres de los refugiados.
—Lo hemos… conseguido… —dijo Christa, dejándose caer sobre los peldaños de la escalera.
El monstruo retorcido y el resto de los mutantes fueron exterminados por unos pocos refugiados, Soren y Christa. La chica, con la respiración agitada y el corazón latiendo a toda prisa, observaba el campo de batalla. Los rostros de los supervivientes estaban marcados por el miedo y la pérdida, pero también por el goce de seguir con vida. Entre ellos, se hallaba el líder de la caravana quien lloraba la muerte de su esposa.
Christa hizo un acopio de fuerzas y logró incorporarse, la capa mágica regenerando poco a poco sus heridas y aliviando el dolor. Bajó los peldaños y se acercó al cuerpo del monstruo caído. Incluso en ese estado, calcinado y destrozado, resultaba intimidante y aterrador. Ni siquiera los monstruos del Desierto de Zahín eran tan horribles como aquellos. Esto suponía que los peligros de Páramo eran incontables y el viaje hacia las costas occidentales era incierto.
Miró a su alrededor, sus ojos reflejando determinación, y caminó en busca de sus leones. Allí vio a su chica. A pesar de sus heridas, Kaia lucía animada y contenta, como si hubiera recuperado las energías para jugar y molestar a los demás.
—¡No vuelvas a preocuparme de esa forma, Kaia! —la regañó Christa, abriendo sus brazos.
La leona dio un salto hacia su ama y le pasó la lengua por el rostro, mostrándose arrepentida.
—Me alegra que estén bien, no sabría qué hacer si llegase a perder a uno de los dos —confesó Christa, acariciando a sus mascotas—. Ha sido una batalla dura, pero aún no podemos descansar. Trataremos nuestras heridas y limpiaremos un poco este desastre, ¿va?
Christa se giró hacia Soren, intentando encontrar su mirada. Estaba agradecida. En una sola noche le había salvado la vida dos veces y, aunque sus verdaderas intenciones seguían siendo un misterio, comenzaba a confiar en ese hombre.
- Peticiones:
- Me gustaría despertar haki de observación (tengo un rol previo en donde lo está despertando) y que cuente como rol de cara a obtener una mejora genuina en Instinto (la sacaré en la parte dos).
Buenas, soy tu moderador para este diario.
Bien, la trama de la historia es sencilla y breve, mundo extraño corrupto y abusivo contra el clavo que sobresale un poco. Intuyo que habrá una segunda parte en la que consigua llegar a Costas Occidenteales, pero como introducción está bien. Supongo que el cuando llegó a la isla y lo que menciona de cruzar el Desierto estan en otro diario o el trasfondo del personajes y al principio me perdió, pero con las conversaciones que hay se aclara gran parte de las dudas.
Todo bien culminado con una intensa lucha con los denominados mutantes/zombies. Y algo que me ha gustado, aque aún que no en la protagonista es el echo de que haya habido consecuencias como alguna muerte de los refugiados, lo que le da algo más de credibilidad y no son solo idiotas atacando.
Dicho esto te llevas todo lo solicitado además de 958 px y 95 doblones menos 10 por el desperar el haki de observación son 85 doblones.
Bien, la trama de la historia es sencilla y breve, mundo extraño corrupto y abusivo contra el clavo que sobresale un poco. Intuyo que habrá una segunda parte en la que consigua llegar a Costas Occidenteales, pero como introducción está bien. Supongo que el cuando llegó a la isla y lo que menciona de cruzar el Desierto estan en otro diario o el trasfondo del personajes y al principio me perdió, pero con las conversaciones que hay se aclara gran parte de las dudas.
Todo bien culminado con una intensa lucha con los denominados mutantes/zombies. Y algo que me ha gustado, aque aún que no en la protagonista es el echo de que haya habido consecuencias como alguna muerte de los refugiados, lo que le da algo más de credibilidad y no son solo idiotas atacando.
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Christa
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Acepto la moderación, muchas gracias.
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